martes, 18 de noviembre de 2014

El Pantalón Campana




Del frustrado pantalón campana al
desnudo tumba gobierno

Corrían  los últimos años de la década más hermosa que ha conocido la humanidad, la del ´60 y a los jóvenes de aquel entonces nos faltaba tiempo para disfrutar de toda la explosión   musical que tuvo lugar desde comienzos de esa década hasta bien entrados los años ´70. Tanto la llamada música moderna, como la salsa y otros géneros musicales competían por la aceptación de la audiencia.

Por su parte, la Guerra de Vietnam se encontraba en sus niveles más álgidos y el Socialismo Científico luchaba por ganarle la pugna al Capitalismo, mientras en las Universidades públicas cada vez mayores sectores de la “sociedad pensante” radicalizaba  sus posiciones vanguardistas a favor de la Revolución Bolchevique y en contra del stablishment y de la sociedad de consumo. Mientras los menos jóvenes y más leídos y preparados imaginaban y daban gallardas discusiones acerca de la sociedad igualitaria importada de la Unión Soviética, los más jóvenes nos entregábamos, algunas veces desde la clandestinidad –dependiendo de la orientación ideológica de los líderes del hogar- a entonar las canciones de Los Beatles, Los Rollings Stones, del Grupo Creedence y otros más que irrumpieron con inusitada fuerza en la esfera musical de la década de oro, en la que el Festival de Woodstock del año ´69 marcó el punto cenital.

En la misma época, pero en el campo político, el Mayo Francés de 1968 terminaba de acicalar las mentes progresistas de los jóvenes comunistas del momento, quienes al mismo tiempo que se negaban a hacer comparsa con la sociedad de consumo, rechazando cualquier atisbo de música hablada en Inglés, terminaban refugiándose en la música clásica, como para evitar las provocadoras tentaciones de una música que, bailada en la obscuridad de las discotecas de la época, provocaba un sinfín de sensaciones, a veces inaguantables hasta para el más radical de los puristas revolucionarios. De todos modos quienes sucumbían a la tentación del demonio capitalista, se auto-castigaban leyendo o releyendo el Manifiesto del Partido Comunista, por eso sería que Un nuevo fantasma recorre Europa quedó grabada en la memoria de todos los revolucionarios, lo que no significa que necesariamente todos fueran impíos, o sea.

Por cierto que un compañerito de clases al que llamaba El Indio Vejar, gochito para más señas, trataba de halagarme con la música de esos años, pero al ver que no reaccionaba a ninguna, por los temores de contravenir las indicaciones del líder de mi manada, se  recordó que en mi casa sólo había escuchado música clásica y entonces me dijo: “ah sí, quieres que te ponga un clásico? Ya te voy a poner un clásico”! Y justamente, sacó un LP y en su tocadiscos RCA Victor comenzó a sonar El Clásico Presidente de la República de 1963, en la voz de Virgilio de Khan, Alí Khan. Para terminar el cuento con una infidencia, resultaba que su hermana se había hecho novia de un   play boy de la época conocido con el remoquete de Tapa Tapa, el que le tenía un apartamento tapizado con todos los discos de los clásicos hípicos de esos años.

Ahora bien, otro de los aspectos que constituyó un problema en esa vida de convivencia poli-ideológica   en los años finales de los sesenta, fue el de la moda; ya que la moda, como ha sido toda la vida en nuestros continentes, representaba la cultura occidental con toda su carga consumista y, por supuesto, con un marketing identificado con la cultura anglosajona. Una de mis grandes frustraciones de entonces fue ponerme un pantalón campana, o acampanado o de bota ancha como también se le llamaba. Aún recuerdo con apetencia aquel pantalón campana, tipo blue jean, que usó George Harrison, guitarrista y arreglista de Los Beatles, en la celebérrima portada del no menos celebérrimo disco “Abbey Road” tal vez el más famoso y el de más historia de todos cuantos grabaron Los Chicos de Liverpool. Ese pantalón me llevó a tomar el riesgo de plantearle a mi mamá la posibilidad de presentar una moción para que el líder se paseara por la eventualidad de dejarme comprar un pantalón campana. Cuando la vieja regresó con el resultado, yo ya lo sabía, ya que ese pantalón campana me lo tendría que ir a poner bien lejos del territorio demarcado.

Así era la militancia en el campo de las ideas revolucionarias. Muchas veces exigía acometer grandes privaciones, para demostrar que la oposición al modelo consumista pequeño-burgués era un asunto que devenía en un apostolado que enfrentaba en todos los terrenos las tentaciones que el Tío Sam  ponía en el camino; no siendo pocos los que  adoptaban prácticas inquisitorias en el sostenimiento de un celibato dirigido a la adopción totémica de los principios filosóficos asociados al marxismo, leninismo, trostkismo, maoísmo o cualquiera de los ismos de la cata ideológica   izquierdista. Sin embargo, para un carajito de 15 años esto era poco entendible, ya que a esa edad lo principal era vivir la vida loca sin ataduras a preconceptos con los que, seguramente, uno tenía que comenzar a lidiar en apenas tres o cuatro años, de manera que yo seguiría clamando por mi pantalón campana.

Pero los años no perdonan, como dice el adagio popular, y con ellos surgen cambios, transformaciones a veces radicales en el comportamiento de las personas, de manera que lo que una vez fue una norma de inapelable cumplimiento, hoy puede ser solo un fugaz recuerdo del sostenimiento del de modé de una era. Tan ridículas pueden ser las explicaciones de estos cambios, que Joan Manuel Serrat, uno de los imprescindibles para insuflar el ánimo de los radicales de los sesenta, le fusiló a Winston Churchill su justificación al cambio de ideales, con aquello de que “Quien a los veinte años no sea revolucionario, no tiene corazón y quien a los cuarenta lo siga siendo, no tiene cabeza”.

De manera que pasaron los años, pasaron casi cuatro décadas. Cada adulto se fue a formar su nueva manada; como pudieron, como supieron, como nos enseñaron. El ideal estaba allí. Los valores estaban allí. Los principios estaban allí, claramente marcados. Sólo que, aparentemente, las cosas cambiaron y las nuevas camadas hicieron sus sustituciones bajo la indiferencia de quienes otrora marcaron rígidamente el camino a seguir: la inexorable revolución socialista. Así ocurrió también la sustitución ¿dialéctica? de los líderes: Carlos Marx fue sustituído por Carlos Ortega; Vladimir Illich Ullianov (Lenin) fue sustituído por Henrique Capriles; Mao Tse Tung fue sustituído por Leopoldo López; Rosa Luxemburgo fue sustituída por María Corina Machado y Ernesto Guevara, el Ché, ha sido sustituído por Robert Alonso.

Cada uno de estos líderes emiten nuevas y creativas órdenes a sus subordinados, en la consecución de un ideal de vida, de vida capitalista, me imagino; ultraderechista, intuyo; terrorista, presiento; perversa y hasta ridícula, estoy seguro. “Caceroleen el 24 de Diciembre a las 12 de la noche” y cacerolean; “no vayan a la playa en Carnaval, ni en Semana Santa” y no van; “destruyan árboles, semáforos, carros y bosques” y los destruyen; “tranca tu calle, tranca tu urbanización, atraviesa tu carro” y se tranca y se atraviesa; “vístete de blanco” y se visten; “ahora vístete de negro” y se vuelven a vestir; “ahora desvístanse, tómense fotos desnudos, móntenlas en facebook, en twiter y en todas las redes sociales” y se desvisten y se toman fotos desnudos y las montan en facebook, en twiter y en instagram.

Visto esto, yo no puedo concluir sin pedir una reivindicación histórica, que exonere y devuelva los derechos conculcados a aquel cándido jovencito que en la década del sesenta solicitaba nimiedades. Así que exijo que se me devuelva al año 68 y se me entreguen todos los pantalones campana que un joven puede usar durante los cinco años de su bachillerato; también exijo que se me permita escuchar “Simpatía por el diablo”, el éxito por antonomasia de los Rollings Stones, a todo volumen en el balcón del apartamento, en el moderno picot Phillips; ah y por último pero no menos importante,  que se me permita llegar después de las 10 de la noche de las fiestas, ya que    esa era la hora  en que la cosa se ponía buena, teniendo  que dejar a las novias alborotadas para que otro viniera a terminar el trabajo por mi comenzado, ah bueno! 


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