sábado, 5 de abril de 2025

El conde de Cardona en cuatro patas

      Cuando uno lee un libro o cuento que lleva la impronta de un autor afamado, de esos laureados que se convierten en grandes catedrales de las letras, uno siente el peso de las auctoritas  al leer su obra, perdiendo ese espíritu crítico y combativo y entregándose al deleite de la obra, así brote en uno algunas diferencias; sin embargo cuando éstas aparecen uno mismo se persuade y se autochapea preguntándose “¿vas a saber tú más que Gabo?” o ¿quién eres tú para contradecir a Kundera? Esto genera cierta tranquilidad porque le permite a uno continuar el paseo sin las interrupciones de los diálogos interiores paralelos que se hacen presente ante cada crujir de la lógica discursiva.

     Justamente en eso andaba en estos días al leer un cuento de García Márquez cuya trama se me hacía muy familiar, tal vez porque, como cosa común en Gabo, la dueña y señora de su prosa en esta oportunidad era  una puta,  que aunque no era triste, por tal vez por no provenir de su libro homónimo, sí era una entristecida por el paso inclemente de los años.   

     Lo cierto es que en la medida que avanzaba en la lectura la narración de Gabo se me hacía cada vez más familiar, como si fuera un  cuento  que me estuvieran echando por segunda o tercera vez; sin embargo aun así para mi continuaba siendo un estreno y con esa emoción de los estrenos lo continuaba ojeando.

     María dos Prazeres se intitulaba  la obra cuyo personaje central, ella misma, era una prostituta brasilera que por cosas del destino fue a tener a Catalunya, y allí sola en íngrimo, en el anochecer de sus días,  preparaba su salida decorosa de este plano al escoger como última morada un cementerio en el que sus huesos descansaran a salvo de  naufragios invernales, como aquel vivido por María en un desbordamiento del Río Amazonas. Para María fue insuperable la experiencia de ver los cuerpos flotando libremente en el cementerio de Manaos y advertir cómo  pasaban por su casa vestidos, cabelleras, dentaduras y osamentas de quienes en vida se llamaban……..

     Por allí iba mi lectura y por ahí mismo se fraguaba mi sospecha de “este cuento lo conozco yo”. No encontraba cuándo ni dónde, pero en la medida que avanzaba había acontecimientos a los que podía adelantarme  y que me hacían hasta alardear pensando que de tanto  ejercer  mi oficio de lector  ya hasta me estaba pareciendo a García Márquez. Todo un atrevimiento de mi parte;  bueno, como toda así es la ignorancia: insolente y atrevida.

     Mis dudas comenzaron a disiparse cuando el vendedor de entierros trató de adivinar cuál sería la profesión de María dos Prazeres, según su experiencia basada en lo que encontraba en la casa de sus clientes, pero  en el caso de María no conseguía ninguna pista.  Excusándose ante su imprudente curiosidad terminó preguntándole directamente a María.  - Soy puta, hijo!, respondió  Dos Prazeres y decepcionada le preguntó al vendedor  ¿O es que ya no se me nota? Nada más deprimente para una puta que alcanzó  un alto nivel dentro de su oficio  que no ser reconocida. Por eso fue que al llegar a este punto de la lectura,   me dije “esta puta la conozco yo”, ya casi (casi, dije) sin ninguna duda.

     Así que con más datos que los que poseía el vendedor de entierros continué con  mi lectura. El punto de quiebre lo encontré en la relación que por cerca de medio siglo María dos Prazeres tenía con un enigmático personaje quien llegaba a visitarla todos los viernes entre 7 y 9 de la noche. Cenaban juntos y ritualmente se iban a la cama hasta antes de la medianoche. Este galán era El Conde de Cardona, viejo franquista con quien María tenía una amistad fundada en no se sabe qué cosa que, seguramente, ninguno de los dos  tenían en común. Llegado a este punto, ahora sí estaba convencido que este cuento ya me lo había leído, básicamente en la forma tan magistralmente elocuente como Gabo describía la relación entre María dos Prazeres y El conde de Cardona: “después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre”. Y la segunda descripción era, definitivamente, de antología: “ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común  que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta,  ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años”. ¡Por favor, un amor como este no puede olvidarse así tan fácilmente!

     Luego de esta experiencia narrativa del hijo de Aracataca me encontré sumido en una experiencia extra sensorial porque lo que venía a continuación no solo me permitió corroborar que ya había leído a María dos Prazeres, sino que además, saberme de memoria ese pasaje del cuento me facilitó detectar un gazapo en el texto de García Márquez; un preocupante gazapo que me hizo releer  dos o tres páginas para determinar en qué momento salí de concentración perdiéndome en ese maravilloso mundo de metáforas en que la prístina prosa garcíamarquiana me dejaría atornillado.  

     Sucedió entonces que en el párrafo siguiente al encuentro entre María dos Prazeres y el Conde de Cardona una descripción infame del Conde nos hace enjuiciar “eso no lo escribió García Márquez”, al menos no en esa secuencia. Entre otras cosas se puede leer que “al cabo de muchas tentativas frustradas (…) se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte… Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él…” ¡No puede ser! … ¿el conde de Cardona en cuatro patas con el culo apretadito?... celebraría de buen goce mi madrina Maigualida Rivas al conocer este cuento.

     Lo que realmente sucedió fue que María dos Prazeres estaba entrenando a Noi, un perrito que era su única compañía, para que a su deceso fuera los domingos al cementerio a llorar sobre su tumba, en la seguridad que allí en Barcelona no había nadie que la extrañara. Por mucho de realismo mágico que  les parezca, María había enseñado a Noi  a llorar como cualquier humano.

     Por último,  nada de esto hubiera  existido de no ser porque el exorbitante precio de los libros de carne y hueso  me ha obligado a comprar ejemplares de editoriales e imprentas de dudosa cualidad que, por ahorrarse unos churupos,  son capaces de volarse páginas completas del texto original. En este caso me hicieron dudar, no solo de la autoría del texto., sino también de si la demencia senil que padeció Gabo se había incubado desde 1979 y no desde 1999 que fue cuando oficialmente se declara la enfermedad… o sea.