martes, 7 de enero de 2020

Una creencia testicular made in Maturín


Las creencias, lo mismo en las provincias que en los grandes centros urbanos; igual en la ignorancia que en las catedrales del saber, existen, y existen para cumplir su papel de limitadoras de la vida o de empoderadoras de la misma. Pero lo que sí es una verdad de cajón, como dicen en todo el Oriente de Venezuela, es que las creencias existen en todas partes y en todos los niveles.

Recuerdo que siendo apenas Presidente Electo Luis Herrera Campíns en 1988, un periodista le preguntó si en los sectores altos de la sociedad la gente creía en vainas raras como la mala suerte y otras cosas. El ex Presidente le respondió que en esos sectores era donde más se veían esas creencias y para muestra sacó del bolsillo del pantalón una pepa ´e zamuro, muy usados para espantar la mavita, la mala suerte, la envidia y, por otro lado, para atraer la buena fortuna.

Así que entonces no tiene nada de extrañar que un poco más abajo en la escala social, exista cualquier tipo de subterfugio para alejar los malos espíritus.

Justamente eso fue lo que presencié una vez que estaba en Maturín, cuando  por todo el frente de donde nos encontrábamos comenzó a pasar un entierro, pues!

Manuelito Barrios, un lugareño muy conocido en el centro de la ciudad, al observar el paso del entierro profirió unas cuantas palabras extrañas, para luego ordenar a todos: - Rásquense una bola!

La orden fue cumplida sin chistar por todos los que la escuchamos, así que cada quien agarraría su mano derecha o la zurda, igual daba, y empezaron a rascar el testículo, que aunque la orden era hacerlo en una sola, lo mismo daría hacerlo en las dos y quién sabe si hasta sería lo más indicado; total que en cuestiones de creencias mientras más blindadas estén la protección es mejor.

A partir de ese momento, a  muchos nos llegó  aquello como un mandato de inexorable cumplimiento. Así, desde ese momento y hasta varios años después  yo no podía ver un entierro porque seguro que disimuladamente procedería a rascar mis escritillas  …. no vaya a ser cosa que ….quién sabe que me pudiera pasar. 

Con el correr del tiempo  me hice adicto a esta protección. Y entonces iba por la calle y veía a un cojo ….y me rascaba una bola. Seguía y veía a un maneto …y me rascaba una bola. Continuaba y encontraba un choque en la vía … y me rascaba una bola. Estaba en una reunión y hablaban de algún enfermo terminal y entonces daba media vuelta disimuladamente para rascarme una bola.

Aquella creencia prestada me estaba rodeando la vida, porque es que luego entré en una especie de Clasificación de los Eventos Catastróficos, lo que significaba que si el evento era de pequeña magnitud, como sería ver a alguien que se cayó en la acera, entonces me rascaba una; pero si veía un muerto (evento extremo) o a alguien que había perdido alguna de sus extremidades entonces era doblete el batazo. Versiaaaa!

Ya la cosa no me estaba gustando porque es que  no había ningún evento que no estuviera aderezado con una rascada de bola; tanto que inclusive, cuando iba en carretera y veía una cruz, de esas que ponen en las carreteras en el sitio donde se mató alguien, y …… qué suponen que hacía? Nada, rascarme las bolas. Recuerden que con muertos era doblete!

Hasta una persona tan seria como mi amigo Jan Hoogestein me ridiculizó cuando le conté lo que me sucedía con esta creencia, cuando me dijo “me imagino que cuando vas de vacaciones desde Guayana, debes llegar a Mérida con las bolas hinchadas y casi sin uñas. Te hará falta llevar hirudoit, Actor”!

Estando en trabajos de abandonar aquella creencia limitadora y castradora, como decimos en los cursos de PNL, claro, años más tarde; me encontró un colega amigo en una parada y me dio la cola  al trabajo.

En el trayecto, cuando íbamos entrompando por el Parque Cachamay de Puerto Ordaz, nos conseguimos con un fatal accidente en todo el frente del parque. Allí, yacían esparcidos en el pavimento cuerpos de heridos y muertos. 

Al ver esto, de inmediato lancé la orden: - Ráscate una bola, Tuyuyo!  
El pana, que al parecer  venía con un entrenamiento  en  cultura misteriosa, inmediatamente volteó a mirar mis movimientos, imitándolos de manera perfecta pero añadiéndole un elemento que no estaba en mis escrituras, cuando me preguntó, simultáneamente dentro de la misma acción “¿y también debo quitarme el zapato derecho?” – Sí claro, échale bolas, le respondí sin dudar. No pasaron dos segundos cuando ya el walkover de su pie diestro estaba totalmente desanudado. Y medio segundo después el pie derecho estaba libre para retroalimentar con nuevos añadidos la creencia testicular.

Lo que ocurrió fue que en esos días me había comprado un par de zapatos y justamente el zapato derecho me quedaba apretado (yo no sé por qué antes los zapatos apretaban tanto). Cuando me monté en el Dart GT de Tuyuyo aproveché para descansar el pie dejándolo en calcetines al lado del zapato. Mi amigo que no había presenciado la operación previamente, pensó que formaba parte del mismo ritual anti mavita y de inmediato lo incorporó a la contra protectora que acababa de conocer.

Por mi parte me sentí descansado a partir de este calamitoso evento, al entregar el testigo de una práctica enigmática que, si bien me había hecho comprender la génesis de las creencias y de la manera como uno las instala para su propio perjurio, me mantenía anclado al dolor ….al dolor de pasar 20 horas en carretera en una sola rascadera que ya ni el mejor suspensorio podía disimular la gruesa inflamación de los depósitos seminíferos, o sea.

El vendedor de majarete!


En una barriada de Maturín, Las Brisas, convivían personas de muy bajos niveles  de vida con otras que tenían aquello que en Ciudad Bolívar aprendí a conocer con el nombre de modus vivendus. Sí, estas personas tenían un modus vivendus holgado en relación a la mayoría de los habitantes del sector.

Por lo mismo muchas personas salían a vender las cosas que hacían en casa, como empanadas, dulce de merey, pastelitos, etc., ofreciéndolas en primera instancia a los vecinos más cercanos. Los next door neighbors, pues!

Había entre ellos un niño que vendía majarete, sabroso manjar muy conocido en el Oriente y Sur de Venezuela. Pero este niño carecía de  las condiciones de un buen vendedor. Ofrecía el producto más como un sollozo que como un grito que le abra posibilidades al paladar.

En tono por demás humilde marchaba por todas las aceras susurrando majarete! majarete! majarete!  Por supuesto al caer la tarde se veía a nuestro niño regresar con la bandeja llena de majaretes. Y así día tras día se repetía la triste historia.

En cierta oportunidad en la que no había nadie en la calle, como ocurre en los mediodías de los pueblos de Sol, se escuchó una voz fuerte ofreciendo el mismo producto, pero esta vez todos quedaron asombrados por los robustos decibeles que este nuevo vendedor le imprimía al voceo.

De lejos se escuchaba fuerte y seguro MAJARETE! MAJARETE! COMPRE SU RICO MAJARETE” Esto provocaría la curiosidad de los vecinos quienes se incorporaban de sus petates y chinchorros para indagar de quién se trataba. Luego, cuando hubieron fisgoneado  a través de las rendijas de las puertas y ventanas y bloques de ventilación de las calientes paredes, quedaron sorprendidos y de inmediato todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, buscaron en sus portamonedas y demás escondites del sencillo, dinero para comprarle aunque sea un RICO MAJARETE a aquel nuevo oferente. Y así uno tras otro salía acusando la compra  de uno o dos exquisiteces.

En la tarde, a la retirada del inclemente Astro Rey maturinés, los vecinos, tal como solían hacerlo todas las tardes, salieron al estacionamiento central del conjunto de viviendas del Banco Obrero y allí comentaban boquiabiertos lo sucedido.

Resulta, pues, que el nuevo majaretero era nada y nada menos que Luisito Arriojas, un hijo de la familia más acomodada del vecindario, lo que en automático suscitó un sentimiento de acompañamiento para con la nueva familia caída en desgracia, al comprar todo el cargamento de postres como forma de ayudarlo y de alguna manera de “acompañarlos en su desdicha”.

Más tardecita se uniría al grupo el propio Luisito Arriojas, quien, ajeno a lo que todos sus vecinos conjeturaban,   contó que le daba lástima ver a ese niño, todas los días vendiendo majaretes  con tan magros logros. Entonces cuenta que lo paró y le dio una pequeña inducción de cómo debería hacer la venta, en los siguientes términos:

-         Mira, muchacho el carajo, yo te voy a enseñar cómo se vende majarete. Con esa vocecita no le vas a vender a nadie. Tienes que hacerlo con voz alta y denotando mucha confianza. Quédate aquí mirando para que aprendas!

Dejó al niño situado estratégicamente debajo de un almendrón y se fajó a vender el rico manjar y bueno, como terminan los buenos cuentos ….el resto es historia.

Aquel noble y didáctico gesto del menor de los Arriojas fue reconocido de inso facto por todos los que lo conocieron en Las Brisas; pero de lo que jamás se pudo librar Luisito, fue de que aquellos vecinos,  lo mismo que testimoniaran su entrega y solidaridad, tomaran venganza del engaño del que fueron objeto, al comenzar a llamarlo a partir de entonces y hasta nuestro días con el remoquete de ¡MAJARETE!

- Épale, majarete!
- Qué hubo, majarete?
- Pero no te pongas bravo, majarete!