En una barriada de
Maturín, Las Brisas, convivían personas de muy bajos niveles de vida con otras que tenían aquello que en
Ciudad Bolívar aprendí a conocer con el nombre de modus vivendus. Sí, estas personas tenían un modus vivendus holgado en relación a la mayoría de los habitantes del sector.
Por lo mismo muchas
personas salían a vender las cosas que hacían en casa, como empanadas, dulce de
merey, pastelitos, etc., ofreciéndolas en primera instancia a los vecinos más
cercanos. Los next door neighbors, pues!
Había entre ellos un
niño que vendía majarete, sabroso
manjar muy conocido en el Oriente y Sur de Venezuela. Pero este niño carecía de
las condiciones de un buen vendedor.
Ofrecía el producto más como un sollozo que como un grito que le abra posibilidades
al paladar.
En tono por demás humilde
marchaba por todas las aceras susurrando majarete! majarete! majarete!
Por supuesto al caer la tarde se veía a
nuestro niño regresar con la bandeja llena de majaretes. Y así día tras día se
repetía la triste historia.
En cierta oportunidad
en la que no había nadie en la calle, como ocurre en los mediodías de los pueblos
de Sol, se escuchó una voz fuerte ofreciendo el mismo producto, pero esta vez todos quedaron asombrados por los robustos decibeles que este nuevo vendedor le
imprimía al voceo.
De lejos se escuchaba
fuerte y seguro “MAJARETE!
MAJARETE!
COMPRE
SU RICO MAJARETE”
Esto provocaría la curiosidad de los vecinos quienes se incorporaban de sus petates
y chinchorros para indagar de quién se trataba. Luego, cuando hubieron fisgoneado
a través de las rendijas de las puertas
y ventanas y bloques de ventilación de las calientes paredes, quedaron
sorprendidos y de inmediato todos, como si se hubieran puesto de acuerdo,
buscaron en sus portamonedas y demás escondites del sencillo, dinero para
comprarle aunque sea un RICO
MAJARETE a aquel nuevo oferente. Y así uno tras otro salía
acusando la compra de uno o dos
exquisiteces.
En la tarde, a la
retirada del inclemente Astro Rey maturinés, los vecinos, tal como solían
hacerlo todas las tardes, salieron al estacionamiento central del conjunto de
viviendas del Banco Obrero y allí comentaban boquiabiertos lo sucedido.
Resulta, pues, que el
nuevo majaretero era nada y nada
menos que Luisito Arriojas, un hijo de la familia más acomodada del vecindario,
lo que en automático suscitó un sentimiento de acompañamiento para con la nueva
familia caída en desgracia, al comprar todo el cargamento de postres como forma
de ayudarlo y de alguna manera de “acompañarlos en su desdicha”.
Más tardecita se uniría
al grupo el propio Luisito Arriojas, quien, ajeno a lo que todos sus vecinos
conjeturaban, contó que le daba lástima ver a ese niño,
todas los días vendiendo majaretes con
tan magros logros. Entonces cuenta que lo paró y le dio una pequeña inducción
de cómo debería hacer la venta, en los siguientes términos:
-
Mira, muchacho el carajo, yo te voy a
enseñar cómo se vende majarete. Con esa vocecita no le vas a vender a nadie.
Tienes que hacerlo con voz alta y denotando mucha confianza. Quédate aquí
mirando para que aprendas!
Dejó al niño situado
estratégicamente debajo de un almendrón y se fajó a vender el rico manjar y
bueno, como terminan los buenos cuentos ….el resto es historia.
Aquel noble y didáctico
gesto del menor de los Arriojas fue reconocido de inso facto por todos los que lo
conocieron en Las Brisas; pero de lo que jamás se pudo librar Luisito, fue de
que aquellos vecinos, lo mismo que
testimoniaran su entrega y solidaridad, tomaran venganza del engaño del que fueron objeto, al comenzar a llamarlo a
partir de entonces y hasta nuestro días con el remoquete de ¡MAJARETE!
- Épale, majarete!
- Qué hubo, majarete?
- Pero no te pongas
bravo, majarete!
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