domingo, 17 de agosto de 2025

El eterno retorno en la vida de un policía

 Cuento

Héctor Acosta Martínez 

Como si se tratara de un mandato divino, el futuro de Carlos Eduardo Pelayo parecía destinado   desde el mismo día  de su nacimiento, incluso tal vez desde antes, hasta el momento en que su fin parecía inminente. Lo peor, si fuera pertinente  esta valoración, es que en la medida en que iba creciendo, más se convencía  que algo de cierto había en este presagio y más rechazo concitaba en él la premonición.

Apenas nació comenzaron las especulaciones acerca de su origen, de modo que no había terminado de abrir los ojos cuando la comadrona que lo parteó, dijo “este muchacho es la cagada de su padre”, dando inicio  al concierto de comparaciones de las que ya no podría escapar. Todo esto llenaba de orgullo a Eduardo Carlos Pelayo, su padre y uno de los tres policías que había en Acullá, poblado hasta donde llegaba Venezuela en su límite nororiental. Apenas un poquito más hacia el este estaba Trinidad y Tobago, país fruto de la colonización inglesa y cuya independencia se decretó en 1962.

La exclusividad de Carlos Eduardo duraría muy poco porque el matrimonio Pelayo  descuidó la política de planificación familiar al contribuir con el crecimiento del pueblo mediante el aporte de un muchacho cada año y medio,  pero cuya fábrica tuvo que cerrar operaciones por razones financieras cuando la producción marcaba la media docena de barrigones.

Sin embargo, Pelayito seguía dando de qué hablar en el pueblo por ser el más parecido a su padre. “Ese muchacho no le perdió pisada a su taita” se escuchaba decir a los lugareños cada vez que veían al mayor de los Pelayo. “Definitivamente, a ese carajito no lo parieron…” comentaban con la jocosidad propia de los pueblos del oriente,  por su cuerpo largo y delgado, su tez  morena oscurecida por el Sol del naciente y su caminar tambaleante como si el viento dispusiera de sus pasos; en todo ello era una copia del padre.

En la medida que crecía, Pelayito se iba haciendo aficionado a la lectura, cosa que contrastaba con el resto de la población, cuyos ratos libres, que no eran   pocos, los dedicaban a platicar sobre las pocas cosas que ocurrían en el pueblo o a beber cerveza en las bodegas, para contrarrestar la calor que pegaba a toda hora en el poblado, como   justificaban los pobladores su afición por las frías. Pero Pelayito no participaba de esos eventos; más bien él prefería leer cuanto libro cayera en sus manos a pesar de su poco entendimiento… en apariencia. Y cuando los mayores preparaban sus viajes hacia Trinidad en busca de las exquisiteces encontradas en el país vecino,  Pelayito encargaba cualquier libro del que hubiera escuchado hablar o tuviera conocimiento a través de alguna referencia bibliográfica extraída de los libros leídos, siempre en un frenético afán por conseguirle sentido a su existencia.

Por gracia de unos despistados vendedores del Círculo de Lectores  que extraviados llegaron al pueblo  a ofrecer sus colecciones a través del  san,  Pelayito ya a los 16 años sabía de la existencia de Dostoivsky,  Chejov, Tolstoi,  de Máximo Gorki, Victor Hugo, etc., y exhibía cierta propiedad referencial. A esa edad se había prometido que su primer hijo se llamaría Pável y si no fuera por el miedo a un futuro comprometedor, cosa a la comenzaba a huirle,  el segundo podría llamarse Jean Valjean… Jean Valjean Pelayo, le sonaba bien.

Una de las lecturas que más le apasionaba era la que hacía de Nietzsche; mas le preocupaba que aquello que el filósofo alemán planteaba como el eterno retorno se tradujera en la reproducción una y otra vez de la vida de carencias que había vivido en su corta existencia. Además, cada vez que escuchaba  que se parecía tanto a su padre, más que alegrarse y profesar orgullo, lo que realmente sentía era un peso muy grande sobre sus hombros de cara a lo que la sola comparación  proyectaba en su futuro. Le inquietaba  que al parecido físico con su progenitor y al cual no podía renunciar, se sumara la sospecha de un futuro que podría estar marcado por la prolongación de la vida de su padre.

El mayor de los Pelayo ejercía su papel de buen lector a pesar de  vivir en una casa infestada de muchachos por todos lados, ubicados en una vivienda de 60 metros cuadrados de construcción. Los seis muchachos se ubicaban en una habitación, mientras que el matrimonio lo hacía en la otra, más cercana al solar de la casa. Una salita a la entrada de la vivienda servía de área social. Allí destacaba un juego de muebles de mimbre y una mesita con algunas fotos de la familia, entre las que sobresalía una del padre en pleno cumplimiento del servicio militar. En el centro de la pared, frente a la puerta de entrada, había un cuadro ladeado de un viejo, quien con su  sonrisa taimada disfrutaba de una garrafa de vino y que en la imaginación de  Pelayito, el hombre culto de la familia, pudo representar alguna escena de El viejo y el mar.

Tras muchos años a la  espera de que se concretara  un préstamo que el señor Pelayo le solicitara a la policía, cuando al fin  se materializó pudo  hacer a medias una habitación en el fondo del patio, casi metida en el montarascal, solo que el dinero apenas alcanzó para hacer el piso de cemento, dos paredes y una tercera que junto al techo  tuvieron que hacerse de zinc, todo ello bajo el juramento de que se trataba de un mientras tanto. Sin embargo este sacrificio bien valió el esfuerzo ya que ahora las hembras tenían su habitación y las varones la suya de ellos, como decía Margarita, la esposa de Pelayo.

En el apacible pueblo de Acullá nada pasaba; cada día era un deja vu del anterior. Todos los días eran igual de iguales a los  precedentes, sin nada extraordinario que sucediera o generara sorpresas en los lugareños. Cada día los viejos   levantaban la mañana aun oscura  para colar el primer café y en voz baja, pero  audible por todos en las casas, echarse los cuentos que vivieron mientras dormían la noche que recién finalizaba. Los hombres una o dos veces por semana se lanzaban a la mar para abastecerse de la comida de la semana. Otros  cogían pal monte en busca de animales furtivos que salían de sus cuevas y escondites en las noches en busca de alimento. Ambos, hombres y animales,  andaban en lo mismo en las noches acullenses.

En Acullá era predecible hasta el ruido de las lanchas y peñeros que rompían el silencio de las noches, casi todas las noches, con dirección a Trinidad, con tal similitud que los habitantes podían predecir el momento en que eran apagados los motores para entrar sigilosamente al país del calipso sin ser detectados por los guarda costas. Se trataba de pequeños comerciantes que llevaban comestibles para allá y para acá se traían sabanas, toallas, quesos mantequillas, alcoholados, rones, embutidos, perfumes, etc., como para no perder el viaje. En tiempos de carnaval los ruidos de las lanchas se acrecentaban por la gran cantidad de jóvenes que  iban a disfrutar del famoso Carnaval de Trinidad y sus cadenciosos sonidos del steel band… además era la forma más sencilla y económica de viajar y de conocer otro país.

En Pelayito, por otra parte,  la idea de la reencarnación era un tema que  consumía gran parte de los pensamientos   y que se expresaba en algunas conversaciones que, aunque escuetas,  tenía  los domingos con unos visitantes obligados, a los que recibía de no muy grata manera. Cada vez que se encontraba con los Reyes del Tabernáculo y éstos trataban de atraerlo a su religión con la ajada oferta de la reencarnación, Pelayito los encaraba y discutía con ellos su postura anti dogma basada en los argumentos científicos de los que, obviamente carece la imposición de la creencia; sin embargo, su idea de la reencarnación en tanto regreso a la existencia para seguir con la repetición de la vida de sus antepasados, esta vez de su padre, encontraba una férrea oposición que se hacía patente en su rechazo a continuar con esa herencia indeseable y, en consecuencia, en su adhesión con el definitivo rompimiento intergeneracional.

-         ¡Muesca!, exclamaba Pelayito al apenas cerrar la puerta a sus amigos de los matinés del domingo.

Una noche en la que todo el pueblo se encontraba sumido en un sueño profundo, como todas las noches acullenses, se oyó lo que podía ser un disparo de un arma de fuego. En el silencio absoluto de la madrugada aquella explosión sonó como si hubiera sido en el patio  de los Pelayo. Margarita se sobresaltó incorporándose a medias en su lado de la cama y le dijo con voz trémula a su esposo “viejo, ese plomazo cayó cerquita”; sin embargo el veterano policía ni siquiera se molestó en responderle, total que ese era el único ruido que escuchaban  cuando  los hombres  practicaban la caza muy cerca del pueblo. Ya antes habían intentado establecer límites a la actividad furtiva pero todo había quedado en planes para algún día o hasta que no que suceda una desgracia… como decía la gente del lugar.

Total que esa mañana Margarita se levantó sigilosamente para no despertar al hombre de la casa y privarlo de ese último sueño… ¡que es  tan sabroso, mujer! En puntilla de pies, como era su costumbre, salió directo al baño a hacerse los primeros aseos y de allí se fue a la cocina a colar el primer café del día.  Mientras esperaba el hervor del agua abrió un postigo de la ventana de la calle para recoger los primeros comentarios de la mañana. No hubo sorpresas; todos hablaban de lo cerca de sus casas que se escuchó el disparo de la madrugada y que de seguir así ahora sí  había que tomar medidas. Luego, al escuchar el burbujeo del agua en la ollita de peltre  made in China, regresó rápido a la cocina a colar el café en la seguridad de que, como siempre, su marido ya estaba emperifollado esperando que le ofrecieran el primer trago del día. Para su sorpresa el hombre aún después de la primera colada no aparecía por la cocina; así que tomó el pocillo blanco y le hizo la cortesía de llevárselo al baño, pero al pasar vio la puerta abierta y el tambor de agua dentro de la ducha de cemento veteado no presentaba signos de haber sido usado.

Siguió entonces  a la habitación matrimonial y ya dentro observó que Eduardo Carlos estaba totalmente dormido y que ni siquiera atendía a los llamados de su mujer. Ahora sí rápidamente encendió la luz y se encontró con un dantesco espectáculo que más nunca olvidaría. La cabeza de Pelayo yacía ensangrentada pegada de la plancha de zinc que servía de pared y de espaldar de su cama. Una mancha rojiza de sangre seca enmascaraba totalmente su rostro. Solo al llegar los paramédicos con los otros dos policías del pueblo y  levantar el cadáver se pudo advertir el orificio de bala en la pared de zinc y así entender la causa de la muerte de Eduardo Carlos Pelayo. Expertos de la policía judicial que se trasladaron desde la capital del Estado determinaron que a las 2 y 17 de la madrugada dejó de  existir el señor Pelayo, producto de una bala calibre .22  disparada a la larga distancia (bala perdida)  posiblemente por un rifle o flover.

El final inesperado de la vida de Pelayo padre trajo un cerrado duelo en la familia, además de una honda preocupación y más mutismo en el caso de su hijo primogénito, quien como hijo mayor sentía la responsabilidad de sacar adelante a la familia, solo que en aquella casi aldea que era Acullá escaseaban las fuentes de trabajo.

Sin embargo el último día del novenario por la elevación del alma de ese buen hombre que fue Eduardo Carlos Pelayo, el Comandante de Policía del Estado tomó por el brazo a Margarita y a Carlos Eduardo y en un costado de la casa les manifestó su solidaridad, al mismo tiempo que en busca de salida para la situación que les tocaba vivir, le preguntó al primogénito:

-         Carlos Eduardo, ¿quieres ejercer el cargo de tu papá en este honroso cuerpo policial que me enorgullezco en comandar?

Si de su libre albedrío hubiera dependido la respuesta hubiese sido un rotundo no, pero la crisis que se avecinaba para la familia sería catastrófica ante la ausencia del salario del padre, así que tragando grueso y sin voltear a ver a su mamá consintió la propuesta y agradeció parcamente, pero de buena manera, el generoso gesto de su ahora patrón.

A los dos días Carlos Eduardo sería juramentado como Oficial de Policía con el rango de Oficial, en una ceremonia interna del organismo y a la que ni siquiera asistieron su madre y hermanos. Dada la crisis permanente que se vivía en ese cuerpo policial a Pelayito le tocó  usar el mismo uniforme de su padre, la misma gorra, el mismo rolo e incluso la misma pistola, la que por su parte solo serviría de adorno del uniforme ya que por su mente no pasaba la posibilidad de tocarla y mucho menos   de usarla. Todo le calzaba al pelo a excepción de los pantalones dado que el muerto era más pequeño, así que cuando en el pueblo hablaban de él ya los pantalones brinca pozos formaban parte de su identidad.  

A pesar del empleo rudo de policía Pelayito nunca se aportó de los libros, al contrario ahora eran su escape ante el árido ambiente de trabajo en el que la lectura más frecuente y comentada era la de la Gaceta Hípica o el del horóscopo que venía en los diarios que llegaban al pueblo hasta con tres días de atraso. Sin embargo su preocupación por la trascendencia del ser seguía siendo su leitmotiv literario y existencial.

Así, un día en el que cayó en sus manos un librito de las Selecciones del Readers Digest se le revolvieron sus continuas preocupaciones al leer en un artículo que traía la revista que, en cuanto  al orden de nacimiento de los hermanos, al primero de ellos le toca vivir, mejorar y proyectar la vida del padre; en su ausencia toma su oficio    y, si tiene tiempo y maneras, podría darle su propio valor agregado al 30%  que le quedaría de su propia vida. Pelayito que conoció como nadie la vida de su padre se negaba a seguir sus pasos; era un rechazo que se transformaría en negación por esa herencia de pobreza intelectual, espiritual y económica cuyo padre vivió en resignación  la mayor parte de su vida sin detenerse a cuestionarla.

-         ¡Qué vao!, exclamaría en su incesante diálogo interior.

Y mientras más leía… y mientras más sabía… y mientras más veía, mayor mutismo llegaba a la vida de Pelayito; más desencajado se sentía  del medio que lo rodeaba y más se acrecentaba su soledad en aquel espacio donde no conseguía con quien compartir sus visiones y donde, seguramente, no encontraría quien lo entendiera. En última instancia esa parecía ser una complicación solo suya.

Mientras tanto la vida transcurría apacible en el poblado; a pesar de que en el mar se notaba un movimiento inusual porque al ponerse más difícil la vida en tierra firme los pobladores se echaban a las aguas en busca de  recursos. En las noches el ruido de lanchas hacia Trinidad era cada vez más frecuente y el paso de desconocidos por el pueblo se estaba haciendo normal. El pueblo estaba experimentando un cambio con el correr del tiempo... al menos había más movimiento del habitual.

Una noche, cercana la medianoche, un ruido inusual de lanchas y de embarcaciones rápidas precedió a un enfrentamiento armado que se produjo en aguas frente al pueblo, en lo que se trataba de un enfrentamiento entre guardias nacionales y narcotraficantes. Estos últimos  habían tomado el pueblo para, entre otras cosas,  enfriar la droga que luego llevaban a las islas cercanas. Los policías recibieron la orden de vigilar toda la franja de costa que se encontraba frente al maleconcito del pueblo mientras durara la crisis. Al cabo de tres horas de aparente calma los oficiales fueron conminados a regresar a su puesto de comando, donde debían permanecer acuartelados hasta nuevo aviso.

-         Si salgo vivo de esta me retiro….¡zape gato!, seguía Pelayito monologueando.

De regreso al comando, al pasar por una zona oscura y tupida de vegetación observó a un sospechoso tratando de esconderse. ¿Quién anda ahí?, preguntó asustado y llevándose la mano diestra sobre la cartuchera que contenía el revólver fue detenido cuando del matorral emergió la figura de un hombre robusto que, apuntándolo con una ametralladora, le dijo en voz baja pero  autoritaria “ni lo intentes, Pelayito, a menos que quieras  hacerle compañía a tu padre”  y de seguidas, lo conminó a seguir su camino y olvidar este episodio, si es que quería seguir vivo tanto  él como su familia.

Tembloroso llegó al puesto de policía. Se quitó el cantinflérico cinturón que traía más abajo de la cintura, puso la cartuchera a un lado con su mirada fija en la pared en la que colgaba una foto de su difunto padre, el último héroe del cuerpo policial. Mientras tanto los otros policías se reían  al verlo tan lívido:

   - ¿Qué te pasó, Pelayito?  ¡Acabas de pagar el noviciado!.

Al entregar el revolver para cumplir con el protocolo de revisión del armamento después de un enfrentamiento, aunque  no hubo tal,   el jefe se llevó una sorpresa al ver que en el arma de reglamento de Pelayito no habían balas y lo más sorprendente es que durante el interrogatorio confesó que era la primera vez que tocaba esa pistola desde que asumió el cargo heredado de su padre, tres años atrás.

Al día siguiente, sin discutirlo ni sopesarlo con nadie, fue a entregar el uniforme, con su respectiva renuncia al cargo. Allí se encontró solo frente a la foto del Sr. Pelayo de quien se despediría al decirle “bueno, viejo, hasta aquí nos trajo el camino… en adelante se rompe el círculo y comenzaré a caminar en línea recta encauzando  mi propio futuro”.

Al salir el Oficial Jefe lo despidió expresándole que las puertas de la policía estaban abiertas para cuando quisiera volver. De reojo lo miró y le contestó entre dientes:

-         ¡Vacié!, y sonriendo por primera vez en mucho tiempo, se alejó rápidamente del mundo al que siempre supo no pertenecer.


                                 FIN