Cuando uno lee un libro o cuento que lleva la impronta de un autor afamado, de esos laureados que se convierten en grandes catedrales de las letras, uno siente el peso de las auctoritas al leer su obra, perdiendo ese espíritu crítico y combativo y entregándose al deleite de la obra, así brote en uno algunas diferencias; sin embargo cuando éstas aparecen uno mismo se persuade y se autochapea preguntándose “¿vas a saber tú más que Gabo?” o ¿quién eres tú para contradecir a Kundera? Esto genera cierta tranquilidad porque le permite a uno continuar el paseo sin las interrupciones de los diálogos interiores paralelos que se hacen presente ante cada crujir de la lógica discursiva.
Justamente en eso
andaba en estos días al leer un cuento de García Márquez cuya trama se me hacía
muy familiar, tal vez porque, como cosa común en Gabo, la dueña y señora de su
prosa en esta oportunidad era una puta, que aunque no era triste, por tal vez por no
provenir de su libro homónimo, sí era una entristecida por el paso inclemente
de los años.
Lo cierto es que en la
medida que avanzaba en la lectura la narración de Gabo se me hacía cada vez más
familiar, como si fuera un cuento que me estuvieran echando por segunda o
tercera vez; sin embargo aun así para mi continuaba siendo un estreno y con esa
emoción de los estrenos lo continuaba ojeando.
María
dos Prazeres se intitulaba la obra cuyo personaje central, ella misma,
era una prostituta brasilera que por cosas del destino fue a tener a Catalunya,
y allí sola en íngrimo, en el anochecer de sus días, preparaba su salida decorosa de este plano al
escoger como última morada un cementerio en el que sus huesos descansaran a
salvo de naufragios invernales, como aquel
vivido por María en un desbordamiento del Río Amazonas. Para María fue
insuperable la experiencia de ver los cuerpos flotando libremente en el
cementerio de Manaos y advertir cómo pasaban por su casa vestidos, cabelleras,
dentaduras y osamentas de quienes en vida se llamaban……..
Por allí iba mi lectura
y por ahí mismo se fraguaba mi sospecha de “este
cuento lo conozco yo”. No encontraba cuándo ni dónde, pero en la medida que
avanzaba había acontecimientos a los que podía adelantarme y que me hacían hasta alardear pensando que de
tanto ejercer mi oficio de lector ya hasta me estaba pareciendo a García
Márquez. Todo un atrevimiento de mi parte; bueno, como toda así es la ignorancia: insolente
y atrevida.
Mis dudas comenzaron a
disiparse cuando el vendedor de entierros
trató de adivinar cuál sería la profesión de María dos Prazeres, según su
experiencia basada en lo que encontraba en la casa de sus clientes, pero en el caso de María no conseguía ninguna
pista. Excusándose ante su imprudente curiosidad
terminó preguntándole directamente a María. - Soy
puta, hijo!, respondió Dos Prazeres y
decepcionada le preguntó al vendedor ¿O es que ya no se me nota? Nada más
deprimente para una puta que alcanzó un
alto nivel dentro de su oficio que no
ser reconocida. Por eso fue que al llegar a este punto de la lectura, me dije “esta
puta la conozco yo”, ya casi (casi, dije) sin ninguna duda.
Así que con más datos
que los que poseía el vendedor de
entierros continué con mi lectura. El
punto de quiebre lo encontré en la relación que por cerca de medio siglo María
dos Prazeres tenía con un enigmático personaje quien llegaba a visitarla todos
los viernes entre 7 y 9 de la noche. Cenaban juntos y ritualmente se iban a la
cama hasta antes de la medianoche. Este
galán era El Conde de Cardona, viejo
franquista con quien María tenía una amistad fundada en no se sabe qué cosa
que, seguramente, ninguno de los dos
tenían en común. Llegado a este punto, ahora sí estaba convencido que
este cuento ya me lo había leído, básicamente en la forma tan magistralmente elocuente
como Gabo describía la relación entre María dos Prazeres y El conde de Cardona:
“después de la cena, larga y bien
conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un
sedimento de desastre”. Y la segunda descripción era, definitivamente, de
antología: “ambos eran conscientes de
tener tan pocas cosas en común que nunca
se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se
había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una
conmoción nacional para darse cuenta,
ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura,
durante tantos años”. ¡Por favor, un amor como este no puede olvidarse así
tan fácilmente!
Luego de esta
experiencia narrativa del hijo de Aracataca me encontré sumido en una
experiencia extra sensorial porque lo que venía a continuación no solo me
permitió corroborar que ya había leído a María dos Prazeres, sino que además, saberme
de memoria ese pasaje del cuento me facilitó detectar un gazapo en el texto de
García Márquez; un preocupante gazapo que me hizo releer dos o tres páginas para determinar en qué
momento salí de concentración perdiéndome en ese maravilloso mundo de metáforas
en que la prístina prosa garcíamarquiana me dejaría atornillado.
Sucedió entonces que en
el párrafo siguiente al encuentro entre María dos Prazeres y el Conde de
Cardona una descripción infame del Conde nos hace enjuiciar “eso no lo escribió García Márquez”, al
menos no en esa secuencia. Entre otras cosas se puede leer que “al cabo de muchas tentativas frustradas (…)
se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera
haciéndolo por costumbre después de su muerte… Lo vio alejarse por la acera de
sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola
alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por
él…” ¡No puede ser! … ¿el conde de Cardona en cuatro patas con el culo
apretadito?... celebraría de buen goce mi madrina Maigualida Rivas al conocer
este cuento.
Lo que realmente
sucedió fue que María dos Prazeres estaba entrenando a Noi, un perrito que era
su única compañía, para que a su deceso fuera los domingos al cementerio a
llorar sobre su tumba, en la seguridad que allí en Barcelona no había nadie que
la extrañara. Por mucho de realismo mágico que
les parezca, María había enseñado a Noi
a llorar como cualquier humano.
Por último, nada de esto hubiera existido de no ser porque el exorbitante
precio de los libros de carne y hueso me ha obligado a comprar ejemplares de
editoriales e imprentas de dudosa cualidad que, por ahorrarse unos churupos, son capaces de volarse páginas completas del
texto original. En este caso me hicieron dudar, no solo de la autoría del
texto., sino también de si la demencia senil que padeció Gabo se había incubado
desde 1979 y no desde 1999 que fue cuando oficialmente se declara la enfermedad…
o sea.