domingo, 17 de agosto de 2025

El eterno retorno en la vida de un policía

 Cuento

Héctor Acosta Martínez 

Como si se tratara de un mandato divino, el futuro de Carlos Eduardo Pelayo parecía destinado   desde el mismo día  de su nacimiento, incluso tal vez desde antes, hasta el momento en que su fin parecía inminente. Lo peor, si fuera pertinente  esta valoración, es que en la medida en que iba creciendo, más se convencía  que algo de cierto había en este presagio y más rechazo concitaba en él la premonición.

Apenas nació comenzaron las especulaciones acerca de su origen, de modo que no había terminado de abrir los ojos cuando la comadrona que lo parteó, dijo “este muchacho es la cagada de su padre”, dando inicio  al concierto de comparaciones de las que ya no podría escapar. Todo esto llenaba de orgullo a Eduardo Carlos Pelayo, su padre y uno de los tres policías que había en Acullá, poblado hasta donde llegaba Venezuela en su límite nororiental. Apenas un poquito más hacia el este estaba Trinidad y Tobago, país fruto de la colonización inglesa y cuya independencia se decretó en 1962.

La exclusividad de Carlos Eduardo duraría muy poco porque el matrimonio Pelayo  descuidó la política de planificación familiar al contribuir con el crecimiento del pueblo mediante el aporte de un muchacho cada año y medio,  pero cuya fábrica tuvo que cerrar operaciones por razones financieras cuando la producción marcaba la media docena de barrigones.

Sin embargo, Pelayito seguía dando de qué hablar en el pueblo por ser el más parecido a su padre. “Ese muchacho no le perdió pisada a su taita” se escuchaba decir a los lugareños cada vez que veían al mayor de los Pelayo. “Definitivamente, a ese carajito no lo parieron…” comentaban con la jocosidad propia de los pueblos del oriente,  por su cuerpo largo y delgado, su tez  morena oscurecida por el Sol del naciente y su caminar tambaleante como si el viento dispusiera de sus pasos; en todo ello era una copia del padre.

En la medida que crecía, Pelayito se iba haciendo aficionado a la lectura, cosa que contrastaba con el resto de la población, cuyos ratos libres, que no eran   pocos, los dedicaban a platicar sobre las pocas cosas que ocurrían en el pueblo o a beber cerveza en las bodegas, para contrarrestar la calor que pegaba a toda hora en el poblado, como   justificaban los pobladores su afición por las frías. Pero Pelayito no participaba de esos eventos; más bien él prefería leer cuanto libro cayera en sus manos a pesar de su poco entendimiento… en apariencia. Y cuando los mayores preparaban sus viajes hacia Trinidad en busca de las exquisiteces encontradas en el país vecino,  Pelayito encargaba cualquier libro del que hubiera escuchado hablar o tuviera conocimiento a través de alguna referencia bibliográfica extraída de los libros leídos, siempre en un frenético afán por conseguirle sentido a su existencia.

Por gracia de unos despistados vendedores del Círculo de Lectores  que extraviados llegaron al pueblo  a ofrecer sus colecciones a través del  san,  Pelayito ya a los 16 años sabía de la existencia de Dostoivsky,  Chejov, Tolstoi,  de Máximo Gorki, Victor Hugo, etc., y exhibía cierta propiedad referencial. A esa edad se había prometido que su primer hijo se llamaría Pável y si no fuera por el miedo a un futuro comprometedor, cosa a la comenzaba a huirle,  el segundo podría llamarse Jean Valjean… Jean Valjean Pelayo, le sonaba bien.

Una de las lecturas que más le apasionaba era la que hacía de Nietzsche; mas le preocupaba que aquello que el filósofo alemán planteaba como el eterno retorno se tradujera en la reproducción una y otra vez de la vida de carencias que había vivido en su corta existencia. Además, cada vez que escuchaba  que se parecía tanto a su padre, más que alegrarse y profesar orgullo, lo que realmente sentía era un peso muy grande sobre sus hombros de cara a lo que la sola comparación  proyectaba en su futuro. Le inquietaba  que al parecido físico con su progenitor y al cual no podía renunciar, se sumara la sospecha de un futuro que podría estar marcado por la prolongación de la vida de su padre.

El mayor de los Pelayo ejercía su papel de buen lector a pesar de  vivir en una casa infestada de muchachos por todos lados, ubicados en una vivienda de 60 metros cuadrados de construcción. Los seis muchachos se ubicaban en una habitación, mientras que el matrimonio lo hacía en la otra, más cercana al solar de la casa. Una salita a la entrada de la vivienda servía de área social. Allí destacaba un juego de muebles de mimbre y una mesita con algunas fotos de la familia, entre las que sobresalía una del padre en pleno cumplimiento del servicio militar. En el centro de la pared, frente a la puerta de entrada, había un cuadro ladeado de un viejo, quien con su  sonrisa taimada disfrutaba de una garrafa de vino y que en la imaginación de  Pelayito, el hombre culto de la familia, pudo representar alguna escena de El viejo y el mar.

Tras muchos años a la  espera de que se concretara  un préstamo que el señor Pelayo le solicitara a la policía, cuando al fin  se materializó pudo  hacer a medias una habitación en el fondo del patio, casi metida en el montarascal, solo que el dinero apenas alcanzó para hacer el piso de cemento, dos paredes y una tercera que junto al techo  tuvieron que hacerse de zinc, todo ello bajo el juramento de que se trataba de un mientras tanto. Sin embargo este sacrificio bien valió el esfuerzo ya que ahora las hembras tenían su habitación y las varones la suya de ellos, como decía Margarita, la esposa de Pelayo.

En el apacible pueblo de Acullá nada pasaba; cada día era un deja vu del anterior. Todos los días eran igual de iguales a los  precedentes, sin nada extraordinario que sucediera o generara sorpresas en los lugareños. Cada día los viejos   levantaban la mañana aun oscura  para colar el primer café y en voz baja, pero  audible por todos en las casas, echarse los cuentos que vivieron mientras dormían la noche que recién finalizaba. Los hombres una o dos veces por semana se lanzaban a la mar para abastecerse de la comida de la semana. Otros  cogían pal monte en busca de animales furtivos que salían de sus cuevas y escondites en las noches en busca de alimento. Ambos, hombres y animales,  andaban en lo mismo en las noches acullenses.

En Acullá era predecible hasta el ruido de las lanchas y peñeros que rompían el silencio de las noches, casi todas las noches, con dirección a Trinidad, con tal similitud que los habitantes podían predecir el momento en que eran apagados los motores para entrar sigilosamente al país del calipso sin ser detectados por los guarda costas. Se trataba de pequeños comerciantes que llevaban comestibles para allá y para acá se traían sabanas, toallas, quesos mantequillas, alcoholados, rones, embutidos, perfumes, etc., como para no perder el viaje. En tiempos de carnaval los ruidos de las lanchas se acrecentaban por la gran cantidad de jóvenes que  iban a disfrutar del famoso Carnaval de Trinidad y sus cadenciosos sonidos del steel band… además era la forma más sencilla y económica de viajar y de conocer otro país.

En Pelayito, por otra parte,  la idea de la reencarnación era un tema que  consumía gran parte de los pensamientos   y que se expresaba en algunas conversaciones que, aunque escuetas,  tenía  los domingos con unos visitantes obligados, a los que recibía de no muy grata manera. Cada vez que se encontraba con los Reyes del Tabernáculo y éstos trataban de atraerlo a su religión con la ajada oferta de la reencarnación, Pelayito los encaraba y discutía con ellos su postura anti dogma basada en los argumentos científicos de los que, obviamente carece la imposición de la creencia; sin embargo, su idea de la reencarnación en tanto regreso a la existencia para seguir con la repetición de la vida de sus antepasados, esta vez de su padre, encontraba una férrea oposición que se hacía patente en su rechazo a continuar con esa herencia indeseable y, en consecuencia, en su adhesión con el definitivo rompimiento intergeneracional.

-         ¡Muesca!, exclamaba Pelayito al apenas cerrar la puerta a sus amigos de los matinés del domingo.

Una noche en la que todo el pueblo se encontraba sumido en un sueño profundo, como todas las noches acullenses, se oyó lo que podía ser un disparo de un arma de fuego. En el silencio absoluto de la madrugada aquella explosión sonó como si hubiera sido en el patio  de los Pelayo. Margarita se sobresaltó incorporándose a medias en su lado de la cama y le dijo con voz trémula a su esposo “viejo, ese plomazo cayó cerquita”; sin embargo el veterano policía ni siquiera se molestó en responderle, total que ese era el único ruido que escuchaban  cuando  los hombres  practicaban la caza muy cerca del pueblo. Ya antes habían intentado establecer límites a la actividad furtiva pero todo había quedado en planes para algún día o hasta que no que suceda una desgracia… como decía la gente del lugar.

Total que esa mañana Margarita se levantó sigilosamente para no despertar al hombre de la casa y privarlo de ese último sueño… ¡que es  tan sabroso, mujer! En puntilla de pies, como era su costumbre, salió directo al baño a hacerse los primeros aseos y de allí se fue a la cocina a colar el primer café del día.  Mientras esperaba el hervor del agua abrió un postigo de la ventana de la calle para recoger los primeros comentarios de la mañana. No hubo sorpresas; todos hablaban de lo cerca de sus casas que se escuchó el disparo de la madrugada y que de seguir así ahora sí  había que tomar medidas. Luego, al escuchar el burbujeo del agua en la ollita de peltre  made in China, regresó rápido a la cocina a colar el café en la seguridad de que, como siempre, su marido ya estaba emperifollado esperando que le ofrecieran el primer trago del día. Para su sorpresa el hombre aún después de la primera colada no aparecía por la cocina; así que tomó el pocillo blanco y le hizo la cortesía de llevárselo al baño, pero al pasar vio la puerta abierta y el tambor de agua dentro de la ducha de cemento veteado no presentaba signos de haber sido usado.

Siguió entonces  a la habitación matrimonial y ya dentro observó que Eduardo Carlos estaba totalmente dormido y que ni siquiera atendía a los llamados de su mujer. Ahora sí rápidamente encendió la luz y se encontró con un dantesco espectáculo que más nunca olvidaría. La cabeza de Pelayo yacía ensangrentada pegada de la plancha de zinc que servía de pared y de espaldar de su cama. Una mancha rojiza de sangre seca enmascaraba totalmente su rostro. Solo al llegar los paramédicos con los otros dos policías del pueblo y  levantar el cadáver se pudo advertir el orificio de bala en la pared de zinc y así entender la causa de la muerte de Eduardo Carlos Pelayo. Expertos de la policía judicial que se trasladaron desde la capital del Estado determinaron que a las 2 y 17 de la madrugada dejó de  existir el señor Pelayo, producto de una bala calibre .22  disparada a la larga distancia (bala perdida)  posiblemente por un rifle o flover.

El final inesperado de la vida de Pelayo padre trajo un cerrado duelo en la familia, además de una honda preocupación y más mutismo en el caso de su hijo primogénito, quien como hijo mayor sentía la responsabilidad de sacar adelante a la familia, solo que en aquella casi aldea que era Acullá escaseaban las fuentes de trabajo.

Sin embargo el último día del novenario por la elevación del alma de ese buen hombre que fue Eduardo Carlos Pelayo, el Comandante de Policía del Estado tomó por el brazo a Margarita y a Carlos Eduardo y en un costado de la casa les manifestó su solidaridad, al mismo tiempo que en busca de salida para la situación que les tocaba vivir, le preguntó al primogénito:

-         Carlos Eduardo, ¿quieres ejercer el cargo de tu papá en este honroso cuerpo policial que me enorgullezco en comandar?

Si de su libre albedrío hubiera dependido la respuesta hubiese sido un rotundo no, pero la crisis que se avecinaba para la familia sería catastrófica ante la ausencia del salario del padre, así que tragando grueso y sin voltear a ver a su mamá consintió la propuesta y agradeció parcamente, pero de buena manera, el generoso gesto de su ahora patrón.

A los dos días Carlos Eduardo sería juramentado como Oficial de Policía con el rango de Oficial, en una ceremonia interna del organismo y a la que ni siquiera asistieron su madre y hermanos. Dada la crisis permanente que se vivía en ese cuerpo policial a Pelayito le tocó  usar el mismo uniforme de su padre, la misma gorra, el mismo rolo e incluso la misma pistola, la que por su parte solo serviría de adorno del uniforme ya que por su mente no pasaba la posibilidad de tocarla y mucho menos   de usarla. Todo le calzaba al pelo a excepción de los pantalones dado que el muerto era más pequeño, así que cuando en el pueblo hablaban de él ya los pantalones brinca pozos formaban parte de su identidad.  

A pesar del empleo rudo de policía Pelayito nunca se aportó de los libros, al contrario ahora eran su escape ante el árido ambiente de trabajo en el que la lectura más frecuente y comentada era la de la Gaceta Hípica o el del horóscopo que venía en los diarios que llegaban al pueblo hasta con tres días de atraso. Sin embargo su preocupación por la trascendencia del ser seguía siendo su leitmotiv literario y existencial.

Así, un día en el que cayó en sus manos un librito de las Selecciones del Readers Digest se le revolvieron sus continuas preocupaciones al leer en un artículo que traía la revista que, en cuanto  al orden de nacimiento de los hermanos, al primero de ellos le toca vivir, mejorar y proyectar la vida del padre; en su ausencia toma su oficio    y, si tiene tiempo y maneras, podría darle su propio valor agregado al 30%  que le quedaría de su propia vida. Pelayito que conoció como nadie la vida de su padre se negaba a seguir sus pasos; era un rechazo que se transformaría en negación por esa herencia de pobreza intelectual, espiritual y económica cuyo padre vivió en resignación  la mayor parte de su vida sin detenerse a cuestionarla.

-         ¡Qué vao!, exclamaría en su incesante diálogo interior.

Y mientras más leía… y mientras más sabía… y mientras más veía, mayor mutismo llegaba a la vida de Pelayito; más desencajado se sentía  del medio que lo rodeaba y más se acrecentaba su soledad en aquel espacio donde no conseguía con quien compartir sus visiones y donde, seguramente, no encontraría quien lo entendiera. En última instancia esa parecía ser una complicación solo suya.

Mientras tanto la vida transcurría apacible en el poblado; a pesar de que en el mar se notaba un movimiento inusual porque al ponerse más difícil la vida en tierra firme los pobladores se echaban a las aguas en busca de  recursos. En las noches el ruido de lanchas hacia Trinidad era cada vez más frecuente y el paso de desconocidos por el pueblo se estaba haciendo normal. El pueblo estaba experimentando un cambio con el correr del tiempo... al menos había más movimiento del habitual.

Una noche, cercana la medianoche, un ruido inusual de lanchas y de embarcaciones rápidas precedió a un enfrentamiento armado que se produjo en aguas frente al pueblo, en lo que se trataba de un enfrentamiento entre guardias nacionales y narcotraficantes. Estos últimos  habían tomado el pueblo para, entre otras cosas,  enfriar la droga que luego llevaban a las islas cercanas. Los policías recibieron la orden de vigilar toda la franja de costa que se encontraba frente al maleconcito del pueblo mientras durara la crisis. Al cabo de tres horas de aparente calma los oficiales fueron conminados a regresar a su puesto de comando, donde debían permanecer acuartelados hasta nuevo aviso.

-         Si salgo vivo de esta me retiro….¡zape gato!, seguía Pelayito monologueando.

De regreso al comando, al pasar por una zona oscura y tupida de vegetación observó a un sospechoso tratando de esconderse. ¿Quién anda ahí?, preguntó asustado y llevándose la mano diestra sobre la cartuchera que contenía el revólver fue detenido cuando del matorral emergió la figura de un hombre robusto que, apuntándolo con una ametralladora, le dijo en voz baja pero  autoritaria “ni lo intentes, Pelayito, a menos que quieras  hacerle compañía a tu padre”  y de seguidas, lo conminó a seguir su camino y olvidar este episodio, si es que quería seguir vivo tanto  él como su familia.

Tembloroso llegó al puesto de policía. Se quitó el cantinflérico cinturón que traía más abajo de la cintura, puso la cartuchera a un lado con su mirada fija en la pared en la que colgaba una foto de su difunto padre, el último héroe del cuerpo policial. Mientras tanto los otros policías se reían  al verlo tan lívido:

   - ¿Qué te pasó, Pelayito?  ¡Acabas de pagar el noviciado!.

Al entregar el revolver para cumplir con el protocolo de revisión del armamento después de un enfrentamiento, aunque  no hubo tal,   el jefe se llevó una sorpresa al ver que en el arma de reglamento de Pelayito no habían balas y lo más sorprendente es que durante el interrogatorio confesó que era la primera vez que tocaba esa pistola desde que asumió el cargo heredado de su padre, tres años atrás.

Al día siguiente, sin discutirlo ni sopesarlo con nadie, fue a entregar el uniforme, con su respectiva renuncia al cargo. Allí se encontró solo frente a la foto del Sr. Pelayo de quien se despediría al decirle “bueno, viejo, hasta aquí nos trajo el camino… en adelante se rompe el círculo y comenzaré a caminar en línea recta encauzando  mi propio futuro”.

Al salir el Oficial Jefe lo despidió expresándole que las puertas de la policía estaban abiertas para cuando quisiera volver. De reojo lo miró y le contestó entre dientes:

-         ¡Vacié!, y sonriendo por primera vez en mucho tiempo, se alejó rápidamente del mundo al que siempre supo no pertenecer.


                                 FIN

lunes, 7 de julio de 2025

¿𝐘𝐚 𝐝𝐨𝐧 𝐑𝐚𝐟𝐚𝐞𝐥 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐨́? (𝐨 𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐜𝐫𝐞𝐭𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐜𝐫𝐞𝐭𝐨)

 

¿𝐘𝐚 𝐝𝐨𝐧 𝐑𝐚𝐟𝐚𝐞𝐥 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐨́?

(𝐨 𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐜𝐫𝐞𝐭𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐜𝐫𝐞𝐭𝐨)

Uno de los grandes éxitos, si no el más, de las radionovelas, fue sin duda alguna, 𝗘𝗹 𝗱𝗲𝗿𝗲𝗰𝗵𝗼 𝗱𝗲 𝗻𝗮𝗰𝗲𝗿. Original del escritor cubano Félix B. Caignet se estrenó en la mayor de las Antillas en 1948, en la emisora CMQ Radio, convirtiéndose desde su inicio en un verdadero fenómeno de masas, lo mismo en Cuba que en cualquier país de Latinoamérica donde fuera adaptada para las radioaudiencias locales.
Este melodrama gira alrededor de María Elena del Junco, una hija de familia adinerada y conservadora, quien queda embarazada y luego es abandonada por el bribón. Para evitar el escándalo y proteger “el honor de la familia” su padre, don Rafael del Junco, decide esconder el niño, fruto de la malhadada relación mandándolo muy lejos del lugar en el que se desarrolla la trama; pero la nana o criada de la familia, Mamá Dolores, lo rescata y lo cría como suyo, poniéndole por nombre Alberto Limonta.
El boom de esta radionovela jamás había sido presenciado en los países hispano parlantes. De inmediato surgieron adaptaciones para la televisión en múltiples países. En México, país famoso por los culebrones, se hicieron sendas adaptaciones en 1966 y posteriormente, lo mismo que en Colombia y en Venezuela, donde se inmortalizó el actor de Raúl Amundaray al hacer el papel del niño abandonado, quien de grande se convirtió en médico y fue conocido como Albertico Limonta.



Lo cierto es que donde llegaba la radio o telenovela se convertía en un tubazo. Eso que llaman el rating se disparaba a niveles insospechados y en las calles la gente no hablaba de otra cosa que no fuera del culebrón. Me dice mi amiga Elizabeth Pérez, mejor conocida por su nombre artístico de Eligop, que su padre le contaba que en 1950 los autobuses en Caracas ofrecían el servicio de transporte con el atractivo de ir escuchando en todo el trayecto El derecho de nacer, eso cuando coincidía con la hora de la radio culebra. “𝑆𝑎𝑙𝑖𝑒𝑛𝑑𝑜 𝑝𝑎' 𝐶𝑎𝑡𝑖𝑎, 𝑠𝑎𝑙𝑖𝑒𝑛𝑑𝑜 𝑝𝑎' 𝐶𝑎𝑡𝑖𝑎 𝑐𝑜𝑛 𝐸𝑙 𝑑𝑒𝑟𝑒𝑐ℎ𝑜 𝑑𝑒 n𝑎𝑐𝑒𝑟 𝑑𝑒 𝑛̃𝑎𝑝𝑎”, me dice que voceaban los colectores de los autobuses en la parada de la esquina de Solís. Era transmitida por Radio Continente y los papeles estelares estaban protagonizados por Luis Salazar, Olga Castillo y América Barrios.
En aquel tiempo las novelas duraban mucho y 𝗘𝗹 𝗱𝗲𝗿𝗲𝗰𝗵𝗼 𝗱𝗲 𝗻𝗮𝗰𝗲𝗿 no fue la excepción ya que fue concebida para 314 episodios de 20 minutos cada uno; sin embargo, la magia de este formato, el de novela radial, permitía hacer modificaciones en el guión sobre la marcha, de acuerdo a ello el número de episodios podía subir o bajar, dependiendo del índice de audiencia, fundamentalmente.
En el desarrollo de la trama Alberto Limonta estudió medicina y se graduó de médico; luego regresaría a la familia sin que nadie supiera de quién se trataba, a excepción de Mamá Dolores, que fue quien lo crió, y del abuelo, don Rafael del Junco. En el punto más álgido de la trama, don Rafael está a punto de revelar el secreto cuando de pronto (radionovela donde no hay un "cuando de prontooo"... ¡es otra cosa!) sufre de eso que hoy en día llamamos Accidente Cerebro Vascular o ACV y producto de esto comienza a sufrir de afasia, lo que le impide hablar y, en consecuencia, echar pa' fuera lo del secreto; secreto que por cierto toda la audiencia conoce pero que, como son las cosas con el manejo de las emociones, necesita de la confirmación de una autoridad para que empiecen a rodar las lágrimas. De esto, entre otras cosas, sabía mucho el creador de la novela, Félix Caignet, quien no disimulaba el orgullo de ser un prodigio en eso de poner a jipiar a la gente. Caignet explicaba con simpleza su estrategia… “𝑝𝑎𝑟𝑡𝑜 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑏𝑎𝑠𝑒 𝑑𝑒 𝑞𝑢𝑒 𝑙𝑎 𝑔𝑒𝑛𝑡𝑒 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑟𝑒 𝑙𝑙𝑜𝑟𝑎𝑟, 𝑎𝑠𝑖́ 𝑞𝑢𝑒 𝑦𝑜 𝑚𝑒 𝑙𝑖𝑚𝑖𝑡𝑜 𝑎 𝑑𝑎𝑟𝑙𝑒𝑠 𝑒𝑙 𝑝𝑟𝑒𝑡𝑒𝑥𝑡𝑜”. ¡Pretexto vendido!
Así pasaron los días, las semanas y los meses sin que don Rafael recuperara la voz y aquello que ya era un boom en Venezuela colocó a los radioyentes a punto de paroxismo. De modo que quien se perdía uno de esos intrigantes capítulos andaba todo el día preguntando ¿𝐘𝐚 𝐝𝐨𝐧 𝐑𝐚𝐟𝐚𝐞𝐥 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐨́❓ ¡Era la pregunta que se hacía toda Venezuela! Por eso cada vez que se trasmitía un nuevo capítulo las familias arremolinaban el radio de la casa para escuchar la novela en espera de que Don Rafael al fin soltara la lengua… ¡pero nada que el viejo cantaba!
Entonces crecía la ansiedad y la gente desesperada no veía la llegada del otro día para, con la respiración entrecortada durante todo el episodio, esperar la revelación del secreto. Era tanto el revuelo que en aquellos días parecía que ya existían las cadenas nacional de radio. Hasta la orquesta más popular de Venezuela, la Billo´s Caracas Boys, se llevó una buena tajada del suceso al imponer la canción 𝐘𝐚 𝐝𝐨𝐧 𝐑𝐚𝐟𝐚𝐞𝐥 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐨́ en la voz de Manolo Monterrey, allá por el año de 1950. Aquí les dejo el enlace para que lo disfruten https://youtu.be/xi9gc1Ics64?si=1513i8wKlelFRByO


Por fin, por el capítulo 304 el viejo don Rafael del Junco recupera la voz y le confiesa a María Elena, su hija, que Albertico Limonta es en realidad su hijo. Desatose la locura por toda Venezuela. Ese mismo día la gente se lanzó a las calles a celebrar, abrazándose como se acostumbra hacer cada fin de año. Y entonces hacían de la corazonada una certidumbre anunciada, ¿𝑄𝑢𝑒́ 𝑡𝑒 𝑑𝑖𝑗𝑒 𝑦𝑜? ¡𝑇𝑒 𝑙𝑜 𝑑𝑖𝑗𝑒! ¡𝐸𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑦𝑜 𝑒𝑠𝑡𝑎𝑏𝑎 𝑠𝑒𝑔𝑢𝑟𝑜! ¡N𝑜 𝑚𝑒 𝑝𝑒𝑙𝑒́! El gobierno nacional del momento estuvo a punto de declarar ese día como de fiesta nacional no laborable. Y las prefecturas no se dieron abasto porque todos los nacidos ese día fueron presentados con los nombres de Alberto, María Elena y María Dolores.
Todo este manejo mágico de la trama de 𝗘𝗹 𝗱𝗲𝗿𝗲𝗰𝗵𝗼 𝗱𝗲 𝗻𝗮𝗰𝗲𝗿 escondía cierto realismo bien pragmático, si se me permite el dislate, cuando exploramos el secreto que se ocultaba detrás del secreto que revelara don Rafael. Nos refiere Gabriel García Márquez que en esta situación en que la aceptación de la comedia casi rozaba el cielo, el actor que encarnaba a don Rafael del Junco aprovechó la circunstancia para solicitarle al productor un aumento de sueldo. El dueño de la novela, guionista y productor, Félix Caignet, se negó a dárselo y a manera de sentar las bases de quién era el mandamás en todo este asunto introdujo en la trama de la novela el recurso (cuento) del ACV que dejaría afásico a Don Rafael, lo que finalmente se extendió (por meses) hasta llegar a un acuerdo con el actor (Gabo dixit). Esta jugada finalmente les cayó a ambos como pedrada en ojo de boticario, pues mientras menos hablaba don Rafael la audiencia más crecía y, por supuesto, las regalías aumentaban.
Al bajar el telón consentimos en que 𝗘𝗹 𝗱𝗲𝗿𝗲𝗰𝗵𝗼 𝗱𝗲 𝗻𝗮𝗰𝗲𝗿 nos dejó grandes satisfacciones, inéditas por demás, al mostrarnos lo mágico de esta experiencia artística a través de la radio; sin embargo, tiempo después nos enseñaría que la sola magia no era suficiente, así que don Rafael y el escritor y guionista se encargarían de ponerle el reali$mo que faltaba … o sea

domingo, 18 de mayo de 2025

¿Luculianismo? ¡Ay, qué rico!

 

𝐅𝐢𝐞𝐛𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝐥𝐮𝐜𝐮𝐥𝐢𝐚𝐧𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐝𝐞 𝐯𝐢𝐞𝐫𝐧𝐞𝐬 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐭𝐚𝐫𝐝𝐞


Era la última tarde de un curso que había durado toda la semana. En uno de esos downs (caídas de emoción)  que suelen ocurrir en estos eventos se me ocurrió hacerle a los participantes una pregunta  provocadora, un poco  para mover  las emociones y así no dejar morir el taller a última hora. 


De modo que sin que establecer ningún contexto les pregunté: “𝐴 𝑣𝑒𝑟, ¿𝑐𝑢á𝑛𝑡𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑢𝑠𝑡𝑒𝑑𝑒𝑠 𝑎𝑙 𝑠𝑎𝑙𝑖𝑟 𝑑𝑒 𝑎𝑞𝑢í 𝑣𝑎𝑛 𝑎 𝑝𝑟𝑎𝑐𝑡𝑖𝑐𝑎𝑟 𝑒𝑙 𝑙𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑛𝑖𝑠𝑚𝑜? La activación fue inmediata, a pesar de que ninguno de ellos sabía de qué se trataba el nuevo vocablo. Eso sí, les sonaba demasiado sabrosón y sugerente, de manera que eso que llaman el 𝑺𝑽𝑻, es decir,  𝒆𝒍 𝑺𝒊𝒏𝒅𝒓𝒐𝒎𝒆 𝒅𝒆𝒍 𝒗𝒊𝒆𝒓𝒏𝒆𝒔 𝒑𝒐𝒓 𝒍𝒂 𝒕𝒂𝒓𝒅𝒆 en lo inmediato se adueñaría  de la sala y las respuestas iban y venían cada vez más subidas de tonos. “𝑌𝑜 𝑛𝑜 𝑠é 𝑞𝑢é 𝑐𝑜𝑠𝑎 𝑒𝑠  𝑒𝑠𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑜 𝑑𝑒𝑏𝑒 𝑠𝑒𝑟 𝑏𝑖𝑒𝑛 𝑟𝑖𝑐𝑎”, respondió una participante. Otra, una doctora medio gordita (ahh porque el evento era para el personal de una clínica), dijo “𝑜𝑗𝑎𝑙á 𝑠𝑒 ℎ𝑖𝑐𝑖𝑒𝑟𝑎 𝑒𝑙 𝑚𝑖𝑙𝑎𝑔𝑟𝑜 𝑑𝑒 𝑠𝑎𝑙𝑖𝑟 𝑑𝑒 𝑎𝑞𝑢í 𝑎 𝑙𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑟 𝑝𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑦𝑜 𝑡𝑒𝑛𝑔𝑜 𝑡𝑖𝑒𝑚𝑝𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑛𝑜 𝑣𝑒𝑜 𝑎 𝑙𝑖𝑛𝑑𝑜”. Por este par de intervenciones y algunas otras menos atrevidas pude darme cuenta que, por una suerte de confusión semántica, el tema  había caído en el terreno de la lujuria tropical… muy propia del viernes crepuscular, por cierto  ¡𝙲ó𝚖𝚘 𝚑𝚊𝚢 𝚚𝚞𝚎 𝚟𝚎𝚛 𝚚𝚞𝚎 𝚙𝚘𝚛 𝚎𝚜𝚝𝚊𝚜 𝚕𝚊𝚝𝚒𝚝𝚞𝚍𝚎𝚜 𝚗𝚘 𝚑𝚊𝚢 𝚗𝚊𝚍𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚜𝚝𝚒𝚖𝚞𝚕𝚎 𝚖á𝚜 𝚕𝚊 𝚒𝚖𝚊𝚐𝚒𝚗𝚊𝚌𝚒ó𝚗 𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚕 𝚍𝚒𝚜𝚌𝚛𝚎𝚝𝚘 𝚞𝚜𝚘 𝚍𝚎 𝚞𝚗 𝚍𝚘𝚋𝚕𝚎 𝚜𝚎𝚗𝚝𝚒𝚍𝚘 𝚍𝚎 𝚒𝚗𝚜𝚒𝚗𝚞𝚊𝚌𝚒𝚘́𝚗 𝚊𝚖𝚊𝚝𝚘𝚛𝚒𝚊! ¡𝚂𝚘𝚕𝚘 𝚒𝚗𝚜𝚒𝚗𝚞𝚊𝚌𝚒ó𝚗!

  

Aunque los doctores estaban dotados con muy buenos celulares, de los que había en su momento, muy difícil se les hizo encontrar el significado de 𝒍𝒖𝒄𝒖𝒍𝒊𝒂𝒏𝒊𝒔𝒎𝒐, así que la incógnita no se develaría sino hasta el momento de la despedida, tiempo a partir del cual comenzaría para ellos el verdadero luculiar…  ¡porque ese sustantivo debe venir de alguna parte!


Justo para ese momento me guardé la explicación y es que resulta que Lucio Licinio Lúculo fue un político y astuto militar romano nacido aproximadamente el  año 16 a. de n. e. Lúculo sirvió en varias expediciones en su carrera militar obteniendo innumerables éxitos en casi todas las batallas. Pero además en un momento Lúculo fue nombrado Cónsul, que era la más alta magistratura que existía en la Republica romana, cargo en el que una aparente partida secreta permitía cierta discrecionalidad en la administración de los botines de guerra, lo que aprovechó nuestro personaje para hacerse de una de las más grandes fortunas de las que se tuviera conocimiento. 


Esta súbita riqueza cambió la vida de Lúculo por completo. Para su nuevo life style  Lúculo se construyó un palacio en el monte Pincio que era la envidia del mundo antiguo. Construído en diez hectáreas de terreno el palacio albergaba una treintena de habitaciones, entre las cuales doce eran comedores en los que atendía a sus frecuentes invitados. Lúculo, entonces había cambiado el mundo de las armas y las leyes por el sibaritismo y el disfrute de platos gourmets preparados por los mejores chefs, además había adquirido un refinado y exquisito gusto por la buena mesa, lo  que le permitía ofrecer frecuentemente opíparas cenas, dando vuelo a su tan comentado ostentoso estilo de vida.

 

Cada noche Lúculo tenía invitados  en algunos de sus  comedores, los que variaban en lujo y en el menú de acuerdo a la categoría de los invitados. En una oportunidad en la que no tenía invitados, Lúculo fue llamado a cenar en  un comedor de poca monta, por consiguiente con una comida de pocos adjetivos por considerarse que cenaría él solo. Lúculo montó en cólera y le reclamó al capitán “𝑞𝑢𝑒́ 𝑣𝑎𝑖𝑛𝑎 𝑒𝑠 𝑒𝑠𝑡𝑎, ¿𝑐𝑜ó𝑚𝑜 𝑚𝑒 𝑣𝑎𝑠 𝑎 𝑝𝑜𝑛𝑒𝑟 𝑎 𝑐𝑜𝑚𝑒𝑟 𝑒𝑛 𝑒𝑠𝑡𝑒 𝑐𝑜𝑚𝑒𝑑𝑜𝑟? Desconcertado el jefe de  cocina le respondió que como no tenía invitados no creyeron que tuviera importancia  cenar en cualquiera; a lo que Lúculo insolentemente  respondió “𝑛𝑜 𝑗𝑜𝑑𝑎, 𝑒𝑠𝑜 𝑞𝑢é 𝑙𝑒𝑠 𝑖𝑚𝑝𝑜𝑟𝑡𝑎, 𝑢𝑙𝑡𝑖𝑚𝑎𝑑𝑎𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒  𝑎𝑞𝑢𝑖  𝐿𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑛𝑜 𝑐𝑒𝑛𝑎 𝑐𝑜𝑛 𝐿𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑛𝑜”. ¡𝚄𝚗 𝚙𝚘𝚚𝚞𝚒𝚝𝚘 𝚍𝚎 𝚌𝚘𝚗𝚐𝚛𝚞𝚎𝚗𝚌𝚒𝚊, 𝚙𝚘𝚛 𝚏𝚊𝚟𝚘𝚛, 𝚙𝚊𝚛𝚎𝚌í𝚊 𝚛𝚎𝚌𝚕𝚊𝚖𝚊𝚛  𝙻𝚞𝚌𝚞𝚕𝚘!


Su fama desmedida de ostentoso sibarita   dio motivo a que sus amigos Cicerón y Pompeyo ¡cualquier tontería! hicieran una apuesta, bajo la  duda de que Lúculo disfrutara a diario las exquisiteces de buen comensal comentada por todos en Roma. Así que un día lo llamaron y le pidieron que los invitara a cenar, pero con la condición de que sus chefs prepararan la comida que normalmente él comía, por  tanto no debía decirles con quiénes  cenaría esa noche. Lúculo aceptó pero también puso su condición y  fue que    les dejara decirles que prepararan el comedor para  la cena de esa noche. 


Al aceptar y dar por cazada la apuesta, Lúculo se dirigió a sus criados y mandó a preparar el 𝐒𝐚𝐥ó𝐧 𝐀𝐩𝐨𝐥𝐨. Lúculo no tenía necesidad de darles más información porque este era el comedor al que asistían  sus más importantes invitados. ¡Ya con eso era más que suficiente! Para tener una idea, en ese salón en una cena con todos sus jugueticos se gastaba la fortuna de 50,000 dracmas. Solo así quedaron convencidos Cicerón y Pompeyo que el apetito pantagruélico de Lúculo no era la leyenda urbana que se narraba  en Roma.  De por aquí viene, entonces, el luculianismo!


Con seguridad, los participantes  habían confundido a Lúculo con el Dios Eros (¿acaso habría una evocación, tal vez, por el apellido de nuestro hombre?) y por ello en   sus pensamientos solo habían escenas libidinosas; mas la triste realidad hizo aterrizar  a aquella ilusionada participante  que soñaba con ver finalizada su temporada de veda, misma   que finalmente  manifestaría con un dejo de decepción “𝑝𝑜𝑟 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑣𝑒𝑜 𝑒𝑠𝑡𝑎 𝑛𝑜𝑐ℎ𝑒 𝑡𝑎𝑚𝑏𝑖𝑒𝑛, 𝑒𝑠𝑡𝑎 𝐿𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑛𝑎 𝑡𝑒𝑛𝑑𝑟𝑎 𝑞𝑢𝑒 𝑐𝑒𝑛𝑎𝑟 𝑐𝑜𝑛 𝐿𝑢𝑐𝑢𝑙𝑖𝑎𝑛𝑎…” o sea.

sábado, 5 de abril de 2025

El conde de Cardona en cuatro patas

      Cuando uno lee un libro o cuento que lleva la impronta de un autor afamado, de esos laureados que se convierten en grandes catedrales de las letras, uno siente el peso de las auctoritas  al leer su obra, perdiendo ese espíritu crítico y combativo y entregándose al deleite de la obra, así brote en uno algunas diferencias; sin embargo cuando éstas aparecen uno mismo se persuade y se autochapea preguntándose “¿vas a saber tú más que Gabo?” o ¿quién eres tú para contradecir a Kundera? Esto genera cierta tranquilidad porque le permite a uno continuar el paseo sin las interrupciones de los diálogos interiores paralelos que se hacen presente ante cada crujir de la lógica discursiva.

     Justamente en eso andaba en estos días al leer un cuento de García Márquez cuya trama se me hacía muy familiar, tal vez porque, como cosa común en Gabo, la dueña y señora de su prosa en esta oportunidad era  una puta,  que aunque no era triste, por tal vez por no provenir de su libro homónimo, sí era una entristecida por el paso inclemente de los años.   

     Lo cierto es que en la medida que avanzaba en la lectura la narración de Gabo se me hacía cada vez más familiar, como si fuera un  cuento  que me estuvieran echando por segunda o tercera vez; sin embargo aun así para mi continuaba siendo un estreno y con esa emoción de los estrenos lo continuaba ojeando.

     María dos Prazeres se intitulaba  la obra cuyo personaje central, ella misma, era una prostituta brasilera que por cosas del destino fue a tener a Catalunya, y allí sola en íngrimo, en el anochecer de sus días,  preparaba su salida decorosa de este plano al escoger como última morada un cementerio en el que sus huesos descansaran a salvo de  naufragios invernales, como aquel vivido por María en un desbordamiento del Río Amazonas. Para María fue insuperable la experiencia de ver los cuerpos flotando libremente en el cementerio de Manaos y advertir cómo  pasaban por su casa vestidos, cabelleras, dentaduras y osamentas de quienes en vida se llamaban……..

     Por allí iba mi lectura y por ahí mismo se fraguaba mi sospecha de “este cuento lo conozco yo”. No encontraba cuándo ni dónde, pero en la medida que avanzaba había acontecimientos a los que podía adelantarme  y que me hacían hasta alardear pensando que de tanto  ejercer  mi oficio de lector  ya hasta me estaba pareciendo a García Márquez. Todo un atrevimiento de mi parte;  bueno, como toda así es la ignorancia: insolente y atrevida.

     Mis dudas comenzaron a disiparse cuando el vendedor de entierros trató de adivinar cuál sería la profesión de María dos Prazeres, según su experiencia basada en lo que encontraba en la casa de sus clientes, pero  en el caso de María no conseguía ninguna pista.  Excusándose ante su imprudente curiosidad terminó preguntándole directamente a María.  - Soy puta, hijo!, respondió  Dos Prazeres y decepcionada le preguntó al vendedor  ¿O es que ya no se me nota? Nada más deprimente para una puta que alcanzó  un alto nivel dentro de su oficio  que no ser reconocida. Por eso fue que al llegar a este punto de la lectura,   me dije “esta puta la conozco yo”, ya casi (casi, dije) sin ninguna duda.

     Así que con más datos que los que poseía el vendedor de entierros continué con  mi lectura. El punto de quiebre lo encontré en la relación que por cerca de medio siglo María dos Prazeres tenía con un enigmático personaje quien llegaba a visitarla todos los viernes entre 7 y 9 de la noche. Cenaban juntos y ritualmente se iban a la cama hasta antes de la medianoche. Este galán era El Conde de Cardona, viejo franquista con quien María tenía una amistad fundada en no se sabe qué cosa que, seguramente, ninguno de los dos  tenían en común. Llegado a este punto, ahora sí estaba convencido que este cuento ya me lo había leído, básicamente en la forma tan magistralmente elocuente como Gabo describía la relación entre María dos Prazeres y El conde de Cardona: “después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre”. Y la segunda descripción era, definitivamente, de antología: “ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común  que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta,  ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años”. ¡Por favor, un amor como este no puede olvidarse así tan fácilmente!

     Luego de esta experiencia narrativa del hijo de Aracataca me encontré sumido en una experiencia extra sensorial porque lo que venía a continuación no solo me permitió corroborar que ya había leído a María dos Prazeres, sino que además, saberme de memoria ese pasaje del cuento me facilitó detectar un gazapo en el texto de García Márquez; un preocupante gazapo que me hizo releer  dos o tres páginas para determinar en qué momento salí de concentración perdiéndome en ese maravilloso mundo de metáforas en que la prístina prosa garcíamarquiana me dejaría atornillado.  

     Sucedió entonces que en el párrafo siguiente al encuentro entre María dos Prazeres y el Conde de Cardona una descripción infame del Conde nos hace enjuiciar “eso no lo escribió García Márquez”, al menos no en esa secuencia. Entre otras cosas se puede leer que “al cabo de muchas tentativas frustradas (…) se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte… Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él…” ¡No puede ser! … ¿el conde de Cardona en cuatro patas con el culo apretadito?... celebraría de buen goce mi madrina Maigualida Rivas al conocer este cuento.

     Lo que realmente sucedió fue que María dos Prazeres estaba entrenando a Noi, un perrito que era su única compañía, para que a su deceso fuera los domingos al cementerio a llorar sobre su tumba, en la seguridad que allí en Barcelona no había nadie que la extrañara. Por mucho de realismo mágico que  les parezca, María había enseñado a Noi  a llorar como cualquier humano.

     Por último,  nada de esto hubiera  existido de no ser porque el exorbitante precio de los libros de carne y hueso  me ha obligado a comprar ejemplares de editoriales e imprentas de dudosa cualidad que, por ahorrarse unos churupos,  son capaces de volarse páginas completas del texto original. En este caso me hicieron dudar, no solo de la autoría del texto., sino también de si la demencia senil que padeció Gabo se había incubado desde 1979 y no desde 1999 que fue cuando oficialmente se declara la enfermedad… o sea.