TRES CUENTOS CORTOS
Pazmiño
se operó de la vista y durante un largo tiempo la vida se le hizo un karma.
Generalmente
andaba a tientas, no reconocía ni a sus allegados; algunas veces porque, en
realidad, no veía nada; pero la mayoría de las veces era su enrevesado carácter
el que se lo impedía. Así que una mañana amaneció más “ciego” que de costumbre.
Después de calentar el carro comienza a calentarse él, al montarse y darse
cuenta que no puede ver con nitidez. Aún así prende el vehiculo y arranca. Saca
la cabeza por la ventana y logra ver algo, aunque borroso. Se empina como para
mirar por encima del espejo retrovisor y no ve nada. Se agacha un poquito para
mirar justo por encimita del tablero ¡y nada! Se bambolea parabrisísticamente de un extremo a otro del asiento, pero qué va!
Total que se deja de tonterías y decide arriesgarse a manejar con la cabeza
fuera del vehiculo. Llega al kiosco más cercano a comprar la prensa y allí se
encuentra con Ignacio Guerra, quien lo ha visto maniobrando tres cuadras más
atrás.
- ¿Qué
te pasa, Pazmiño? No se te ve muy bien hoy en la mañana-le inquiere el viejo
Guerra a manera de saludo.
- Caraz,
Ignacio, es que no veo nada. Esta operación va a terminar volviéndome más loco-
responde Pazmiño en tono bastante mal humorado.
-
Pero cómo vas a estar viendo, le riposta Ignacio, chorriado de las risas, si es
que no le has quitado el tapa sol al carro.
Ana
Rosa Angarita, esa sempiterna enamorada de Guayana e hija adoptiva de pemones,
makiritares y ye’kuanas, recibió recientemente un justo homenaje, al serle
conferido su nombre a una minúscula Sala de Lectura que tiene la Alcaldía de Caroní en la Dirección de Cultura.
Allí se congregó una gran cantidad de amigos, alumnos, simpatizantes e hinchas
de Ana y donde la mayoría de ellos tomaron el micrófono para hablar de las
excelsas cualidades de la homenajeada. Y ahí, muy oronda, estaba ella con ese
ego edematizado de tantas y variadas
lisonjas.
Entre
los apologistas se destacó una jovencita que habló entusiasmada maravillas
de Ana Rosa y cuando ya no cabía más emoción, cuando el éxtasis hacía reventar
el recinto, la niñita remató la faena con esta afirmación celestial:
- Esto es poco para lo que se merece
Ana Rosa. Ella debe tener en el cielo una Sala de Lectura grandísima! concluyó
abriendo los brazos hasta el infinito.
Carlos Giusti, panita de Ana Rosa
y de los cientos de fanáticos que se presentaron al acto, no pudo resistirse a
la tentación de hacerle swing a esa bombita y desde el fondo del graderío
gritó:
- Ana, esa sala te toca inaugurarla la semana que viene!
-¡Queeeeeeeeé! Exclamaría sorprendida la laureada escritora, como quien
conserva la capacidad de asombro en estado virginal.
José Acosta siempre se caracterizó por ser un muchacho sumamente snobista:
él era el primero en estrenar en la casa cuanta enfermedad se pusiera de moda.
Incluso cuando a cada uno en la familia lo vacunaban y le salía, en la espalda
o el en brazo, la normal y natural roseta, él se vanagloriaba mostrando un
inusual cráter, ya que él tenia una facilidad asombrosa para que le “prendieran” las vacunas más que a los
demás.
Conocidos fueron en la calle Independencia de Ciudad Bolívar los
concursos organizados por él, en el que participaban los muchachos
pre-adolescentes, en los que se “careaban” entre sí los competidores, en busca
del ganador, que era aquel a quien la naturaleza hubiera tratado con mayor bondad en cuanto a su
equipamiento masculino. Sólo el derecho al veto que José se abrogó para sí,
impidió que estos eventos ajenos a la imparcialidad, pudieran extenderse por todo el territorio.
En una oportunidad José cayó enfermo, con una padencia hasta ese momento
desconocida por los otros siete hermanos de la familia. Los médicos le
diagnosticaron “disentería”, lo que ocasionó que fuera confinado a una
habitación solo, recibiendo cuidados especiales, entre los que se puso especial
énfasis en una dieta estricta a base de Agua de Arroz, como único alimento.
Una noche en que los viejos tuvieron que salir, José quedó bajo los
cuidados de su hermana Nieves, quien era muy severa en eso de hacer cumplir las
instrucciones emanadas por los mayores y de las suyas propias.
Pasada una hora a José comenzó a apretarle el hambre por lo que le pidió
a Nieves que le sirviera un poco de la poción que estaba en la nevera.
- Échamele un poquito más de azúcar, hermanita, que está muy simple, pidió
José casi en tono de imploración.
- Échamele otro poquito. Es que no tiene gusto, manita –volvió José a
implorar.
La escena se repitió hasta dos oportunidades más, hasta que el alimento
quedó totalmente almibarado.
Al rato cuando regresan los viejos, la madre le pregunta a José si había
cenado, recibiendo una respuesta afirmativa de su parte. Luego de lo cual se
escucharía un grito desgarrador proveniente de la cocina:
- Luis, corre y busca un carro libre, que a este muchacho hay que
llevarlo urgente pa’l hospital.
- Pero qué ocurre, mujer- pregunta el viejo, al mismo tiempo que
comienza a trenzarse los zapatos.
- Que este muchacho del carajo lo que se tomó fue el almidón de planchar
la ropa. ¡Corre Luis!
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