domingo, 25 de octubre de 2020

La gloria de estar con Gloria

 De La Pastora al Manicomio!

 Cuando estaba pequeño y me enamoraba como un bichito me decían que me había enamorado como un hombre; mas cuando ya entrado en años lo volvía a hacer, lo cual pareció convertirse en una inveterada costumbre, entonces me decían que me había enamorado como un niño. Como quiera que se le mirara el amor era el mismo, aunque seguramente el objeto era otro, porque nunca el amor era igual como cuando me enamoraba por última vez. En eso me parecía mucho a Hans Christian Andersen  y su final en la Balada de Hans y Jenny, en la creación romántica de Aquiles Nazoa.

Era el año 1969 y como recién llegado de la provincia venezolana, no era mucho el esfuerzo que tenía que hacer por adaptarme a la vida caraqueña de finales de la mejor década que conoció la humanidad. Como aún tenía pocas amistades, fácil se me hacía descarriar en medio de la gente en busca de no sé qué cosa, que no sé quién me podía facilitar, de modo que en ese andar por los pasillos y patios de ese gran colegio que era el Liceo Agustín Aveledo, de La Pastora, por primera vez pude  notar  la presencia luminosa de quien me convertiría en su habitué a partir de ese momento.

Liceo Agustín Aveledo, La Pastora. Circa 1968

Era Gloria! ¿Quién más, pues? La chica más popular y hermosa de todo el Liceo. Todo el mundo quería estar cerca de ella y yo, que no era de Marte, hacía mi trabajo para no pasarle desapercibido;  aunque contaba con un  aparente inmenso hándicap  y es que yo era apenas un cándido niño para ella, porque ella estudiaba 5to año y tenía 18 años y yo apenas iba por el 2do año de bachillerato con 14 años a cuesta ... Pero como en el  amor el peor mandado es el que no se hace, algo tuve que haber hecho para que en un abrir y cerrar de ojos me transformara en amigo de Gloria…. pero en un amigo de verdad verdad.

Comenzamos a vernos con frecuencia, a hablarnos, a encontrarnos a cada sonido del timbre de receso para compartir un chiclet, o una chicha en botella, o una fanta naranja. Como un macho alfa, la apartaba de la manada  y con ella me sentaba en el lugar más remoto de las canchas.  El objetivo era estar cerca de ella y eso a  ella parecía que no le disgustaba; al contrario ella también me buscaba; ah pues, esta era una amistad absolutamente correspondida. Amistad dije, no obstante en esta oportunidad me veía casándome con aquella belleza impetuosa del barrio El Manicomio, aunque manicomio era lo que se había formado en mi cabeza al conocer a Gloria.

Gloria era popular, muy popular en el liceo. Ella formaba parte del equipo de vóley ball de su sección, además de eso cantaba en la estudiantina, era tan aplicada que era miembro del equipo de Ciencias y, por si fuera poco, bailaba en el grupo de danzas del liceo. Pero lo que más me llamaba la atención era que tenía una batatas - bueno así  llamaban  en Ciudad Bolívar a esa parte de las extremidades inferiores que adquieren distintos volúmenes allá abajo detrás de las piernas – impresionantemente bien formadas, que apenas se podían ver al desnudar ….sus rodillas en momentos en que la larga falda del uniforme se descorría un poco hacia arriba, cosa que invitaba a continuar la indagación por algo más complicado, pero placentero, que por eventos eminentemente aleatorios.

Un día tomé una contundente decisión que me mantendría por más tiempo diario al lado de Gloria, con todo y las consecuencias que aquello me podría acarrear: me metí en el grupo de danzas del liceo. ¡Imagínense al hijo de Petra Corina, de quien decían que tenía piedras en los oídos y que bailaba como si tuviera dos pies derechos, bailando como todo un Nuréyev junto a Gloria! A partir de ese momento nuestros ratos juntos se prolongarían hasta ciertas horas de la noche, dado que los ensayos empezaban al salir las clases y terminaban cerca de las 8 de la noche.


Un autobús San Ruperto "La mejor forma de conocer Caracas", supera la empinada cuesta de la Plaza de la Pastora, circa 1968.

Teníamos ensayo tres días por semana. Y yo ahí siempre pegadito de Gloria. Aunque ensayábamos valses yo me la ingeniaba para para mantener una aproximación física muy alejada del distanciamiento social que este año conocimos. Durante los recesos le pedíamos permiso a la profesora para poner en su picót una canción que se transformaría en el himno de nuestros días juntos:

The changing of sunlight to moonlight

Reflections of my life

Oh, how they fill my eyes

The greetings of people in trouble

Reflections of my life

Oh, my sorrows

Sad tomorrows

Take me back to my own home

Y allí, con mis ojos cerraditos, descansaba mi cabeza sobre la azabache cabellera de mi dance partner durante los minutos de ensoñación que duraba la canción. Al terminar los ensayos nos íbamos caminando desde el liceo, en La Pastora, hasta la esquina de Marcos Parra, en el centro de Caracas, en donde ella tomaba un autobús o microbús que la llevaba hasta el Manicomio. Aunque podíamos tomar un autobús San Ruperto, cuya parada estaba a escasos metros del Liceo, preferíamos caminar por las estrechas aceras de La Pastora hasta la avenida Baralt y así seguir comentando las incidencias del día, mientras tropezábamos adredemente uno al otro.

Parada de autobuses, camioneticas y por puestos con rumbo, entre otras localidades, al Manicomio de mi Gloria. 

Pero el amor por Gloria no estaba exento de problemas. Por una parte Gloria, como toda luminaria, tenía sus pretendientes, muchos de ellos verdaderos Adonis para la época y para  las circunstancias que nos rodeaba y, por otro lado, a mi familia no la convencía esa llegadera tarde de un carajito de apenas 14 años y  dos años de experiencia en la peligrosa gran ciudad.

Así que un día en que llegué como a eso de las 9 de la noche del liceo, encontré instalado el Tribunal de Nuremberg en el comedor de la casa,  esperándome para sentarme en el banquillo a rendijú. No tuve otra que confesar, pero sólo la mitad de lo que estaba pasando. Le dije al gran jurado que me había metido en danza y que llegaba tarde porque ensayábamos al terminar las clases. El gran jurado me conminó a dirigirme al salón de confinamiento mientras sus miembros deliberaban. Estando allí escuché cuando uno de sus jueces, exaltado, enjuició “ese carajo es mariiicooo. Yo no he visto ningún bailarín que no sea mariiicoooo”. Para luego dictar sentencia: Va a tener que irse a bailar pa’ Ciudad Bolívar”. Decisión tomada…no vale apelación!

Nada de eso empañó el encandilamiento que tenía por Gloria y, por el contrario, la rebeldía del joven adolescente lo empujaba a buscar cada vez más la compañía de ella; pero como la relación no avanzaba por un motivo eminentemente etáreo, el idilio fue enfriándose … porque ni yo era Emmanuel Macron, ni Gloria era Briggitte. De modo que un aciago día Gloria me confesaría que todo sería maravilloso si yo tuviera 18 o más años, y que ella en verdad me quería mucho …pero como un amiguito. Recuerdo que mi amada Gloria concluiría con que esos cuatro años que ella era mayor que yo hacían una diferencia insalvable para continuar con el noviazgo.  Esta vez vendría Charles Aznavour a  darle el Capri C’est fin a nuestro amorío.

Sé que no quieren que me despida sin antes decirles cómo terminó la condena del juicio de Nuremberg. Pues nada, ni me fui para Ciudad Bolívar, tampoco a bailar para el Teresa Carreño y menos aún para la avenida Libertador, porque antes de terminar el año escolar me presenté con Morella, quien estudiaba conmigo, pero la obnubilación por Gloria me había impedido reparar en su presencia, en su profunda belleza y en unos ojos que al menor de Petra Corina volvió loco, esta vez para toda la vida… nunca como en las 30 anteriores oportunidades…nunca!

Pasaron los años. Muchos años; es más, varias décadas. Después de 4 décadas, en realidad casi 5, volví a ver a Gloria. Como en la canción Nuestro Balance, nos sentamos un rato a conversar serenamente. Echamos un vistazo a aquel pasado bonito y zanahoria. Nos reímos mucho y en verdad disfrutamos de ver todo aquello a través de los cristales del tiempo. Ya casi para despedirnos, Gloria me preguntó si aún había chance para recuperar algo de aquella pasión y comenzar nuevamente a vernos y bueno… que fuera lo que Dios quisiera. Que lo pensara! 

En realidad no había mucho que pensar. Esa invitación me hizo evocar sus concluyentes  palabras de despedida; sin embargo no había en mi la ruindad y abyección como para decirle que tanto en aquella época como en ésta, esos 4 años de diferencia continuaban siendo un obstáculo insalvable... o sea.


jueves, 15 de octubre de 2020

Un condominio amoroso en el Edificio Roma

Un triángulo amoroso comprometedor!

Una vez, por allá por 1971, me hice noviecito de una chica que vivía en el 2do piso del Edificio Roma, una vieja edificación (ya era vieja para aquella época) que quedaba en la esquina de Puente Trinidad, a escasos 200 metros del Panteón Nacional, en la Parroquia Altagracia de Caracas. Deyanira era su nombre. Hoy recuerdo su agradable olor y la fragancia que se la proporcionaba, muy popular en esos tiempos,  cuyo nombre y aroma, aún conservo intacto en nuestros días: Christian Carol.

Lo cierto es que éramos novios diurnos, novios de matinee,  porque sus padres eran muy celosos. Después de las 6 de la tarde era imposible verla, además, bajaban la cortina de la ventana que miraba hacia el Edificio Mapal que era donde yo vivía, lo que me impedía bucearla en la distancia. Nuestro amor no llegó a alcanzar la nocturnidad, moría en cada vespertina… o sea.

Ella estudiaba en el liceo Simón Bolívar, uno privado que quedaba en la esquina de Caja de Agua, hasta donde iba a llevarla y buscarla durante los días que duró el noviazgo.

En las tardes solíamos salir a comprar  pan  y en un descuido de sus padres nos echábamos una paseadita hasta la Plaza del Panteón Nacional, mientras esquivábamos a los borrachos que entraban y salían del bar La Cuevita, una taverna, o mejor caverna, que estaba anexo al Roma.

Allí, en la placita del Panteón, nos sentábamos un ratico a conversar; en un descuido una agarraíta de mano; en otro, una agarraíta de lo que se pudiera y en  otro descuido un piquito estimulante. Y miren que era estimulante para un carajito de 16 años!

Al regresar y pasar frente a la Torre de la Prensa, Santiago, el chichero que por años hizo de ese su sitio de venta, se metía con nosotros al gritar “y ella como que quiere”. Y cuando uno ya iba a entrompar pensando que Santiago se refería a lo que uno quería después del piquito de la plaza, el chichero ripostaba “pero él como que no tiene real”. Ah, okey, y ambos soltábamos la risa. Y el chichero también se celebraba su gracia, enseñándonos su diente de oro canino.

A veces podía entrar al edificio y acompañarla hasta muy cerca de su apartamento, lo que comportaba un altísimo riesgo de encontrarme con sus padres, para lo que aun  no me sentía suficientemente maduro. 

Lo otro es que el edificio Roma era una suerte de capital gastronómica europea, en la que convergían portugueses, italianos, of course,  españoles y canarios, todo lo cual se manifestaba en una mixtura permanente de la riqueza culinaria de estas culturas. De modo  que todos esos olores se evadían de las cocinas inundando los pasillos, que eran  espacios confinados de respiración peligrosamente forzosa.

Abajo, a nivel de la calle, quedaba el Cine Roma, conocido por su arquitectura colonial y por el fuerte olor a orine que a una cuadra  anunciaba su presencia. Recuerdo del Cine a un implacable portero, quien nunca me dejó entrar a ver la película Lo malo, lo bueno y lo feo, desde los 14 años intentándolo, porque era Censura “C”. Ya conocía mi cédula de memoria.  Sin embargo cuando cumplí los 18 y casualmente estaba montada la película ….no me pidió la cédula, para mi frustración.

 Siguiendo con mi Love Story, una noche en la que trataba de ver a Deya, a través de los bloques de ventilación del pasillo de mi apartamento, se hizo el milagro y se abrió la persiana del suyo, con tan mala suerte que  pude vislumbrar una escena que cambiaría el rumbo de esta historia de amor.

En la salita de su casa se veía a su mamá y a su papá sentados en una mesa; mientras un poco más allaíta, en un rinconcito donde sólo cabía un pequeño sofá, estaba ella sentada .....adivinen con quién? Sí, eso que están pensando: con un novio! Qué terrible! Mi novia con un novio!

Al otro día, al buscarla para acompañarla al colegio, le pregunté qué estaba pasando ahí. Muy apenada me confesó que ese era un enamorado  que sus padres le habían impuesto mucho antes que ella comenzara conmigo, pero que eso no pasaba de una visita todas las noches en los mismos términos como yo lo había observado la noche anterior, además que el tipo era muy mayor para ella. Sus padres, al parecer, estaban embrujados con este yerno que habían adquirido porque se trataba, según alegaba Deya en su defensa, de un conocido escritor y locutor de radionovelas de la época y a quien conocían como  "el escritor que llega al alma de las mujeres".

A partir de esa noche y durante todas las noches, me podían encontrar sentado como un pendejo en el pasillo, esperando que subieran las persianas. Eso, al final, destruyó todo el amor que nos habíamos prometido.

Lo bueno que pude extraer del final de esta historia es que con quien yo, presuntamente,  estaba compartiendo una novia, era nada más y nada menos que con un Antonio Madrigal, laureado artista  de los años 50, 60, 70 y quien sabe cuántas décadas más y quien con el grito de guerra que lo hizo famoso embrujó el alma de la mamá de Deyanira y quien sabe si también la de ésta. Yo no esperé para comprobarlo!

Todo esto ayudó a que mi autoestima se elevara, que el ego se edematizara y que me sintiera más tranquilo a la hora de formalizar la separación,  porque no era con cualquiera con quien este cándido quinceañero enamorado   tenía un noviazgo ..... un noviazgo en condominio!