Julio César salió hecho una furia de su oficina ocupada en una de las alas del Palacio de gobierno. Al otro costado estaba su residencia oficial, que compartía con su esposa Pompeya y sus dos pequeños hijos.
Estaba el líder e integrante del Primer Triunvirato dando su más dura y cruenta pelea; pero en esta oportunidad no se trataba de guerreros armados que les competían hasta la muerte por arrebatarle el poder construido en base al valor y arrojo demostrado en cada cruzada. No. Esta vez el enemigo silente del temido Senador romano se encontraba navegando constantemente en el océano de sus pensamientos. Eran los celos. Los malditos celos.
Las dudas acumuladas en cada ausencia, en cada lucha librada a expensas del abandono del hogar no lograban ser compensadas con las alforjas repletas de oro, diamantes y alhajas de variados colores, obtenidas como botines de guerra en cada una de las escaramuzas en la que participó triunfante.
Los celos se venían acumulando desde hacía mucho tiempo, a pesar de su holgada receptividad por parte de las damas de la época republicana. Sin embargo eso no le bastaba para sucumbir a la estrategia de pensamiento que lo llevaba a crear películas en su imaginación, de las cuales no salía muy bien librado.
Así que aquella mañana fue el acabose.
- Pompei! Pompei! Gritaba desaforadamente llamando a la que hasta ese momento fuera su esposa.
- Enseguida la busco, su majestad!, se comprometió el jefe de la servidumbre.
- No, digli che tra 5 minuti ti vedremo alla nostra residenza!, dijo en voz altanera el vencedor de la Guerra de las Galias.
- Capisco, la sua exccellenza, contestó el fiel lacayo al mismo momento que salía disparado en busca de la consorte.
No pasaron los 5 minutos cuando ya la pareja se encontraba en la alcoba principal de la residencia tratando de arreglar sus diferencias.
- Aquí me tienes, marito, ¿perché mi stai cercando cosi insistentemente?, preguntó en tono sumiso la elegante mujer.
- Yo quiero que tú me digas qué carajo es lo que tú tienes con el patricio ese que fue encontrado coleado en la fiesta de la Buena Diosa, inquirió el César con toda autoridad.
- ¿Cómo se te ocurre, mío marito, si yo a ese ragazzo ni lo conozco?, respondió Pompeya no del todo sorprendida.
- Entonces dime qué hacía disfrazado de mujer buscando acercarse a ti?, continuó Cayo Julio César el interrogatorio.
“Según cuenta Plutarco en sus "Vidas paralelas", un patricio romano llamado Publio Clodio Pulcro, dueño de una gran fortuna y dotado con el don de la elocuencia, estaba enamorado de Pompeya, la mujer de Julio César. Tal era su enamoramiento, que en cierta oportunidad, durante la fiesta de la Buena Diosa -celebración a la que sólo podían asistir las mujeres- el patricio entró en la casa de César disfrazado de ejecutante de lira, pero fue descubierto, apresado, juzgado y condenado por la doble acusación de engaño y sacrilegio”.
Situación ésta que diera lugar a la airada reclamación que le hacía el César a su mujer, en la que dudaba de su honorabilidad, aun cuando no tenía suficientes pruebas para acusarla de infidelidad.
- Pero qué culpa tengo yo, imperatore massimo, que un hombre que esté de mi enamorado trate de acercárseme sin yo saberlo? Preguntaba la mujer como parte de su defensa.
- Algo tuvo que haber visto es atrevido para tomar ese riesgo. Algún atisbo de debilidad pudo él haber advertido en ti que lo llevó a intentar esa desquiciada maniobra!, seguía César argumentando su furia desmedida.
- Que yo sepa, sumo esposo, jamás he abierto mi corazón a otro hombre que no sea Su Excelencia. Jamás en nuestra sacro santa unión, un postigo de mi vida se ha abierto para que alguien le dé luz a ese espacio que ya su merced le dio suficiente iluminación. Lo juro, santo marito, porfía Pompeya en un desesperado esfuerzo por convencer a Julio César.
- Bueno, es verdad que no tengo pruebas de tu infedeltà, incluso, puedo estar convencido de que no lo fuiste; pero una cosa te digo y en ello soy intransigente, mia moglie non solo mi debe fedeltà, sino que tampoco puede dar lugar a dudas de parte de los hombres. Quien sea mi mujer debe tener un tal comportamiento que aleje y propicie el rechazo de cualquier intento de sojuzgar la inquebrantable voluntad de lealtad hacia mi persona. Quien fuera la mujer del César ……….
Antes que Cayo Julio César pudiera terminar su perorata fue interrumpido por un apenas perceptible ruido que escuchó bajo su ventana. Con la velocidad de otrora corrió hacia la puerta. Al abrirla y salir se dio cuenta que Cayo Posca, su más leal esclavo, se alejaba sigilosamente, tratando de no levantar sospechas entre la Guardia republicana que custodiaba al dictador, lo que no impidió que éste lo llamara para reprenderlo:
- Cayo Posca! Cayo Posca! Hágame el favor y se me presenta aquí de inmediato!
- En qué puedo servirle, su merced, respondió el fiel esclavo, en tono humilde.
- Se puede saber qué hacías tú bajo mi ventana?, preguntó César sospechando de lo que se trataba.
- Nada, su alteza. Yo solo pasaba!, respondió Cayo Posca, en un dejo de indiferencia.
- Habrás de saber que yo sé en lo que andas, aseguró el Procónsul republicano. Espero que esta conversación no vaya a ser motivo de canzonatura en tus francachelas, advirtió César .
- Caramba, su Excelencia, yo sería incapaz de exponerlo ante la opinión pública ….además, le juro que no he escuchado nada, aseveró quien había sido manumitido por el propio César y quien formaba parte de su grupo de confianza.
No se tiene certeza del origen de la infidencia, lo cierto es que un siglo después, Plutarco, quien fuera biógrafo de romanos y egipcios a igual ras, publicaría en su obra Vidas Paralelas, la advertencia que le hacía César a Pompeya, con lo que le daba rango de majestuosidad a la duda de los celos:
“La moglie del sindaco, oltre all’onestà, anche debe apparire”
“La mujer del alcalde, además de honesta, también debe aparentarlo”.
Claro, en aquel pueblo pequeño, que eran la mayoría de los pueblos de la Antigüedad, todo se sabía, de modo que más tarde se estaría al corriente que lo que Plutarco dirigía personalmente al máximo Edil, era un extracto de la lucha que mantuvo el César con Pompeya, en aquellos incómodos derrames de celos del massimo magistrado y que un siglo después Plutarco lo patentaría como:
"No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo".