Una épica de Resiliencia en acción!
Cada quien tiene sus cuentos; en
unos donde gana y en otros donde pierde. Y todos esos cuentos, toda esa
recopilación de cuentos, constituyen nuestra historia, que desde muy temprano
se convierte en nuestra Historia Personal, la única que tenemos; ah pero eso
sí, cada quien tiene la suya, nadie se
va de este mundo sin llevar consigo su Historia Personal. Y en esa historia se
encuentran los hitos, que son esos eventos que marcan un antes y un después en
la vida de las personas, también de pueblos y naciones. Lo que para una persona
es un acto intrascendente, puede que para otra sea el evento que desencadene
una nueva vida, un nuevo ser en el mismo ser. Sin más preámbulos les presento a
Luz Mary Cedeño y esta es su historia.
“Soy
de esas personas que salió tempranamente del país en busca de mis propios
proyectos de vida fuera de los límites de mi país y como parte de esas etapas
de la vida que hay que quemar, para poder llevar una existencia a plenitud.
Esta
afirmación supone, entonces, que ni me iba huyendo (huyendo de quién), ni me
andaban buscando, ni me estaba muriendo de hambre en mi país. No, simplemente
había terminado mi vida laboral activa, tenía a mi par de hijos ya mayores y
profesionales, la familia extendida venía disminuyendo por efecto de la ley
natural y como decimos en mi Venezuela “no tenía perro que me ladrara”.
Por
esas cosas de la vida, me encontraba haciendo un trabajo, a motus propio, sobre
Aquiles Nazoa, ya que me gusta conocer acerca de nuestra historia para luego
compartirla con amigos y familiares. En esos menesteres hice contacto, a través
de la red, con una persona que estaba
haciendo lo mismo que yo y que, casualmente, se encontraba en Canadá, país
hacia el cual yo tenía enfilada las baterías.
Así
que luego de mucho compartir información de nuestras investigaciones, se fue
creando un lazo personal, porque es que la gente con iguales intereses se
atraen, contrario a las leyes de la física en la que son los polos opuestos los
que se atraen. Esa comunidad de intereses fue la responsable que, al llegar a
Canadá, buscara conocer al primer, (sí, era varón) amigo que tendría en tierras
norteñas.
Ya
en Canadá no tardamos en buscarnos y empezar una bonita amistad que, además de
otras casualidades, era también venezolano y tampoco guardaba rencores hacia su
Patria. De manera que como podrán imaginarse a estas alturas del cuento, de la
amistad surgió el flechazo de Cupido y de este como era lógico pensar, nació
una relación de pareja que devino en matrimonio.
A
los dos años de este acontecimiento tuve la necesidad de hacerme unos exámenes
médicos de rutina, ya que para muchas cosas, en Canadá es necesario tener
siempre actualizado el registro médico; es como en Venezuela, por poner un
caso, que hay que tener siempre a mano la última declaración del impuesto sobre
la renta. En Canadá y específicamente en Toronto que era donde vivía, existe la
Medicina de Familia, que es un servicio gratuito y me tocaba asistir para
hacerme los exámenes a la clínica del Dr. Goldstein, en Scarborouhg, Ontario.
Una vez allí los Médicos de Familia son los encargados de llevar todo el
proceso.
Lo
cierto del caso es que fui a hacerme los exámenes y a la semana debía ir en
búsqueda de mis resultados, lo cual ocurrió tal cual estaba reglamentado,
porque Canadá es el país de las reglas, las cuales en muchos casos son
inapelables.
Así,
cuando estoy en busca de los resultados, lo primero que observo es un cambio en
el lenguaje corporal de aquellas personas que inicialmente me habían tratado
con tanta familiaridad, como debe ser en médicos de familia, precisamente.
-Espere
unos minutos, senora Cedeno, que en un momento será atendida, me dijo
parcamente la secretaria del médico.
-Cómo
no, le respondí un poco preocupada.
Luego
de una espera de unos cuantos minutos, en efecto, soy llamada a la consulta. Ya
adentro el médico, sin mediar en saludos y en el establecimiento del respectivo
rapport, me dice:
-Tú
debes estar muy relacionada con lo que son las enfermedades de transmisión
sexual – afirmó sin ninguna consideración.
Aunque
no esperaba semejante recibimiento, mi respuesta salió con rapidez y valentía:
-Sí,
doctor, mi mamá fue enfermera especializada en esa área y por tanto fui educada
recibiendo esa información de primera mano y con la pedagogía adecuada.
Seguramente
el médico no esperaba esta respuesta en los términos de seguridad y entereza en
que se transmití. Sin embargo, ello no fue óbice como para que el doctor
rediseñara su estrategia de abordaje, de modo que igual siguió en su guión:
-Estos
resultados están muy mal, senora!
-Pero qué
tienen de mal, Doctor, si yo me siento completamente bien; es más tengo mucho
tiempo sin enfermarme -le respondí en medio de una no disimulada angustia, a lo
que el médico respondió sin ningún tipo de consideración:
-Senora
Cedeno, usted tiene sífilis!
Dios
mío, cómo podía ser eso? Le argumenté que esos exámenes deberían estar malos
pues, yo tenía una relación de hace dos años y que en muchos años no había tenido
una relación y que mi esposo era un hombre totalmente sano como para
transmitírmela y que jamás de los jamases yo tuve ninguna enfermedad de
transmisión sexual. De manera que le pedí que me repitiera los exámenes, a lo
que respondió:
-Senora
Cedeno, estos son los exámenes y los resultados raramente varían, así que si
dicen que usted tiene sífilis es porque usted tiene sífilis.
Así
de determinante fue aquel médico quien por ser de familia, pensaba yo, debería
tener un poco de sensibilidad con los pacientes.
Tratando
de reponerme de aquel bochornoso momento por el que estaba pasando y tratando
de encontrar un poco de compasión en aquel médico, recuerdo que le imploré que
me repitiera los exámenes, pero lo que obtuve como respuesta fue aún más
lapidario que la propia vergüenza por la que pasaba:
-Senora
Cedeno, todas las personas que se sientan allí donde está usted a recibir
resultados como los que le estoy dando, dicen exactamente lo mismo, así que le
sugiero empezar el tratamiento que le voy a mandar, cuanto antes.
-No
voy a hacerme ningún tratamiento –enfaticé con toda energía- porque el problema
no es aceptar el tratamiento, sino que luego pasaré a tener un expediente de
por vida y vivir en un control permanente en el Ministerio de Salud.
El
médico nuevamente se mostró sorprendido por la información que yo maneja,
preguntándome cómo yo sabía eso:
-Porque
esos son procedimientos universales que se hacen en todos los países en este
tipo de situaciones y en Venezuela no se hace esa excepción.
-En Venezuelaaa? –volvió a preguntar incrédulo.
-Sí,
en Venezuela –le respondí ya en tono airado.
Haciendo
de tripas corazón intenté domar a la india indómita que llevo por dentro,
tomando unas respiraciones profundas le dije despacito:
-Doctor
Goldstein, yo no voy a tomar ese tratamiento porque yo no tengo sífilis. Usted
o me repite los exámenes o me remite a otro médico.
Dado
que el galeno no dio respuesta a ninguna de mis peticiones me levanté y di por
concluida la consulta.
Lo
inimaginable de este caso es cómo puede cambiarle a una la vida un diagnóstico
hecho en la forma tan desafortunada como ese médico lo hizo. Aunque no tenía
lugar a dudas acerca de mi intachable estado de salud pretérito en ese sentido,
no dejé de sentir vergüenza y pena, me sentía profanada, me sentía sucia. Mi
estado emocional pasaba de una gran tristeza a una gran calentura, sin dejar de
sentir miedo por todo lo que pudiera representar para mi vida futura.
Ese
día y el siguiente me bañé varias veces en el día. Quería limpiar todo mi cuerpo
de aquel dantesco diagnóstico. Me enjabonaba y fregaba una y otra vez mi cuerpo
como si se tratara de una violación. Lloraba y mis lágrimas se confundían con
el agua que salía por la regadera y que se iban al océano dejando limpia mi
alma, afortunadamente, y con nuevas fuerzas para continuar en el insólito
combate que se había iniciado apenas horas antes.
Recuerdo
que esa primera noche hablé con Julián, mi esposo, a quien le eché el cuento
tal cual era, con toda la vergüenza que aquel episodio me causaba.
No
obstante el poco tiempo que llevábamos juntos, Julián me dio su más irrestricto
apoyo, que era todo lo que yo necesitaba en ese momento para que mis fuerzas no
flaquearan y continuar tratando de aclarar el inesperado acto que, como una
obra de teatro, la vida me había preparado.
A
los tres días recibí una llamada del Servicio de Medicina Familiar para que
asistiera nuevamente a consulta. Lo que para mi representaba un pequeño triunfo
en la batalla (que me llamaran), de inmediato se transformaría en una nueva
afrenta de parte de aquel médico inquisidor en que se había convertido ese médico de familia.
Al
llegar y sin mediar mayores palabras, me interrogó:
-Entonces,
senora Cedeno, ya decidió hacerse el tratamiento?
-Ya
le dije -riposté con autoridad, pero con humildad- que no me haría ese
tratamiento, primero porque yo no tengo sífilis y segundo, porque al hacerme un
tratamiento de ese tipo mi expediente quedaría manchado para siempre, de modo
que si no me repite los exámenes, mucho le sabría agradecer me remita a otro
médico.
Transcurrirían
minutos de una verdadera puja en los que Mr. Goldstein trataba de persuadirme de
que me hiciera el tratamiento, ya que era solo una inyección que me colocarían
en el brazo y yo rogándole porque aceptara alguna
de mis dos opciones asaz expresadas. Finalmente el médico se decantaría por la
segunda opción, es decir, enviarme a otro médico para una segunda opinión.
Esta
vez respiré tranquila porque al menos tenía una segunda oportunidad de demostrar mi inocencia, siendo éste uno
de los efectos perniciosos de este tipo de problemas que es que, en alguna
medida, la hacen a una sentirse culpable.
Precavidamente
llamé a la última de las Empresas Básicas en la que había trabajado para pedir
me fuera enviado mi expediente médico, como soporte a lo que eventualmente
pudiera venir. Con la mayor de las penas tuve que confesarle a la doctora
ocupacional lo que me estaba ocurriendo.
Por fortuna era la misma doctora de cuando yo estaba activa y quien luego de
examinar mi expediente y los resultados de los exámenes que me metieron en
problemas, me dijo:
-Esos
resultados constituyen un falso positivo de sífilis, pero lo que realmente
demuestran es que tienes una artritis que está en remisión y que,
eventualmente, puede ser confundido; aun así es más lógico que una persona de
tu edad sufra de artritis a que tenga una sífilis de hace casi 40 años. Habla
con ellos y dale esta explicación.
Al
fin una buena noticia en este corto pero profundo caso de salud en el que estoy
involucrada. Los días que faltaban me permitieron meterme un puñal, como dicen
en mi pueblo, Venezuela, de toda la
explicación técnica que me dio esa médica ocupacional de mi empresa, que sin
ínfulas de sabérselas todas, dio una ilustración médicamente lógica de mi caso.
La
nueva cita se dio a la siguiente semana cuando el nuevo médico, Dr. Jackson, me
atendería para revisar mis exámenes y, pensaba yo, mandar a hacer unos nuevos;
así que con mucha fe y esperanza en que esta vez La Chinita intercedería y
pronto esto no sería más que un mal recuerdo, el miércoles de esa semana me
presenté puntualmente a la consulta.
-Buenos
días, doctor Jackson, yo soy la sra. Cedeño y vengo referida por el doctor Goldstein
–me presenté antes de que me preguntaran.
-Sí, senora Cedeno, ya escuché que venía a verme.
Tome asiento!
-Tenga la bondad y entrégueme los exámenes que le
mandó a hacer el doctor Goldstein.
-Aquí
los tiene, doctor!
Luego
de una ojeada nada exhaustiva el médico en el que yo tenía cifradas mis
esperanzas, respondió:
-Bueno,
sra Cedeno, aquí no hay nada que hacer: usted tiene sífilis!
-Pero, doctor ….
-Sra. Cedeno, estos exámenes son claros y
confiables. Usted tiene alterados los niveles estos valores –me dijo
señalándome dos valores- lo que sin lugar a dudas constituye un caso ineludible
de sífilis, de modo que le recomiendo seguir las indicaciones del doctor Smith
que en esto es una autoridad.
-Doctor
–lo atajé antes que sentenciara- yo quiero que usted vea mi expediente médico,
el único que tengo, y que es la historia de mi salud mientras trabajé durante
los últimos 30 años en Venezuela. Mi doctora allá, piensa que pudiera tratarse
de un falso positivo de sífilis, pero lo que realmente dice esa alteración de
esos valores es que lo que hay es una artritis posiblemente en remisión.
Luego
de esta andanada, el doctor accedió displicentemente a ver el libro de vida de
mi salud, para luego de una inspiración profunda concluir como el peor de los
patanes con quien una mujer se pudiera conseguir en una consulta médica:
-Se
ve que esa doctora que armó este expediente la quiere mucho.
Por
Dios santísimo, cómo pueden existir seres como éste ejerciendo la medicina y en
un país que se supone del primer mundo?
-Pero,
doctor, cómo usted puede decir esto si usted no me conoce? Mire, yo me casé
hace casi 40 años tuve dos hijos, uno tiene 35 años y el otro tiene 30. Ambos
totalmente sanos. Nunca tuve relaciones promiscuas, ni siquiera ocasionales.
Cómo puedo yo explicarle a mis hijos esto que me está pasando?
-Aunque
no es mi área decirle cómo explicarle a sus hijos –añadió el marsupial este que tenía como médico
frente a mi- sí le puedo asegurar que con toda seguridad si usted tiene todos
esos años con sífilis, sus hijos también la tienen, así que de su parte queda
la forma de decirles. Por lo pronto le recomiendo que siga las instrucciones
del doctor Goldstein.
No
sé de qué material estaré hecha yo para soportar estoicamente esta gran
cantidad de ataques de parte de alguien que, aparte de tener un título médico,
no creo que posea ningún otro parecido de ser humano. Sólo me preguntaba por
qué a mí. Sería eso lo que tenía que aguantar para vivir en un país distinto al
mío? Será que este es el trato que reciben todos los inmigrantes
latinoamericanos en este país?, aún cuando soy de piel blanca, poseo la
ciudadanía por casarme con un canadiense y además hablo el inglés sin acento.
Si esto le pasa a una por ser inmigrante, pensaba, ¿qué dejará para una negrita
de esas nuestras, que no hablan el idioma y que llegan al país con una mano
atrás y otra adelante?
Sin
embargo, nada parecía detenerme, sobre todo porque mi gran confianza radicaba
en que nunca llegué a dudar de mi salud física y espiritual; que mi fortaleza
era saberme una mujer íntegra, digna, física, psíquica y emocionalmente sana,
todo en perfecto equilibrio; claro lo que no impedía que de vez en cuando tuviera
mis quiebres, como el del día en que tuve que explicarle a mis hijos toda esta
pesadilla y además pedirle que se hicieran el VDRL para asegurarme que todo
estaba bajo control.
Todo
este empoderamiento fue lo que me permitió que, una vez sabido que en mis hijos
no existía indicio alguno de sífilis y ante una nueva propuesta en el sentido
que me hiciera el tratamiento recomendado por ellos, les respondiera con
autoridad en una nueva consulta a la que asistí meses más tarde:
-Yo
no me voy a hacer ningún tratamiento ofensivo de los que ustedes me
recomiendan, de manera que exijo mi derecho a ser tratada por especialistas en
enfermedades de transmisión sexual en un centro profesionalizado en esos
asuntos. Mientras eso no ocurra ese expediente estará abierto y será usted,
doctor Goldstein, el único responsable de que ese expediente permanezca
abierto.
Aún
con los resultados deshonrosos obtenidos en las distintas citas médicas, mi
ánimo continuaba in crescendo y decidida a ir hasta las últimas instancias con
tal de ver relucir mi nombre en la nueva historia médica que estaba naciendo …
aunque con muchas deformidades.
Lo
que ya había decidido era no asistir más a la consulta del Dr. Goldstein hasta
tanto no me diera una de las dos salidas que le estaba exigiendo; sí, exigiendo
dije, porque entendí que era mi derecho y ningún médico por muy canadiense que
fuera me lo podía vulnerar.
Sin
embargo el doctor Goldstein no era una presa fácil de roer, ya que lo que a continuación
sucedió fue una muestra más que evidente que esta lucha tomaba características
personales.
Sucedió,
entonces, que varias semanas más tarde recibimos en casa una llamada del
consultorio del Dr. Goldstein para darle una consulta médica a mi esposo,
quien, aunque lo he mencionado poco, estaba siempre a mi lado para darme ánimo,
fuerza y valor. Una vez en el consultorio el médico le recomendó que se
practicara él también los exámenes, a lo que Julián accedió cortésmente, habida
cuenta que esa posibilidad ya la habíamos contemplado cuando analizamos los
eventuales escenarios de esa cita.
Julián
se hizo todos los exámenes en los que, aparentemente, todo estaba bien; pero
para que no quedara abierto también el expediente de Julián, pidió una nueva
cita para llevar los resultados, la cual le otorgaron para unos días después.
Llegado
el día, Julián se presentó a la consulta de Smith –ya no me provoca seguir
llamándolo Doctor- le entregó los exámenes y espero a que éste concluyera en lo
obvio:
-Senor
Maneiro, estos resultados indican que usted está totalmente sano, de modo que
la sífilis de su esposa no tiene nada que ver con usted.
Aunque
Julián le dio los mismos argumentos conocidos en mi defensa el adefesio éste
pareció no prestarle la menor atención y, por el contrario, arreciaría su
inquina contra mi persona al preguntarle a mi esposo:
-Y
bien, senor Maneiro, a la luz de los resultados de estos exámenes que descartan
que usted pudo contagiar a su esposa, ¿piensa usted seguir casado con la Sra.
Cedeno?
Esto
se contaba y no se creía! Cómo era posible tanta violación al Juramento
Hipocrático que tanto aquí, como en Venezuela o en la China, es de obligatorio
cumplimiento para todo aquel que ejerza el sagrado deber de la Medicina?
Julián
terminaría recriminándole su comportamiento, manifestándole su total apoyo a mí
y despidiéndose con el deseo de no volverlo a ver. Aunque pensamos en
demandarlo, fuimos persuadidos de hacerlo por el hecho de yo ser una
inmigrante, que como tal tiene limitaciones ante la ley y también porque los
costos procesales en todos estos casos son muy elevados y porque, en
definitiva, al sacar cuentas las posibilidades de un triunfo eran escasas. Así
que me tocó aprender a realizar respiraciones profundas, de manera que en el
futuro me verían a mí en un constante inhala, exhala, inhala, exhala e inhala y
exhala y listo. Se acabó.
Al
cabo de un tiempo fui llamada desde el Centro de Atención Familiar que está en
College St., a fin de aportar algunos datos que permitieran actualizar mi
expediente, en un asunto que no estaba relacionado en apariencia con el tema
que ocupaba mi atención y el que se extendió a lo largo de todo una año. Se
trataba de otra oficina y con personas distintas.
Allí
me atendió una doctora (esto ya representaba un cambio), la cual me trató con
mucha amabilidad y bondad (otro gran salto), quien me inspiró una absoluta
confianza dado su trato afable, tierno y, sobre todo, muy humano. Aunque no
estaba planteado que habláramos del caso en particular que les narro, fue tanta
la ascendencia que encontré en ella, sumado a que era de nacionalidad portuguesa
y que además tenía familiares que vivían en Puerto Ordaz, que me atreví a
comentarle muy sucintamente, al principio, la situación por la que atravesaba.
Ella,
la doctora Gouveia, me escuchaba con total atención, lo cual me estimulaba a
seguir echándole el cuento cada vez con mayores detalles. A veces me
interrumpía para hacerme una que otra pregunta, lo estimulaba a estar en total transparencia y segura que
estaba logrando el rapport que hasta
ahora no había conseguido con ningún galeno.
Cuando
hube terminado, cuando ya había vaciado mi alma y empezaba a experimentar esa
satisfacción espiritual que da sentirse honrada y reconocida, cuando ya todo
estaba dicho, reconocido en la larga pausa que viene después del punto y final;
justo en ese momento, mi confidente la doctora Gouveia, tomó suavemente mi mano
y acercándose casi a mis oídos, me dijo en decibeles susurrantes:
-Senhora
Cedenho, sólo usted sabe lo que usted ha hecho con su cuerpo!
El
coño de su madre! Me disculpan la imprecación, pero esta gran caraja estaba
alineada con los dos anteriores impostores. No podía ser más ruín que los
demás! Sin embargo ni siquiera esta nueva ofensa podía detenerme, de manera que
la búsqueda de la verdad verdadera continuaría sin parar, aunque ahora sin
prisa, pero también sin pausas.
El
tiempo fue pasando sin que nada ocurriera. De vez en cuando recibía las mismas
llamadas para que fuera a cerrar el expediente y ellos recibían las mismas e
invariables respuestas de mi parte. Sumariamente fui a varias consultas
privadas en busca de una salida, pero todas quedaban en nada.
Hasta
que un día recibimos una llamada del Hospital General de Toronto (TGH por sus
siglas en inglés) para informarme que el caso había sido referido a ese
hospital, específicamente al Departamento de Enfermedades de Transmisión
Sexual.
Aunque
la noticia me causaba algo de alegría, por haber logrado lo que tanto había
luchado, no era la misma si hubiera llegado antes de todo ese daño emocional
que me habían infligido unos cuantos doctores cuyo trato cruel e inhumano por
poco hace trizas mis fuerzas físicas y espirituales. Más adelante conocería la
palabra Resiliencia y entendí de dónde venía la fuerza que me hacía resistir
todos estos embates o batuqueadas que me estaban dando tan lejos de mi
Venezuela.
El
Hospital General de Toronto es un complejo hospitalario que ofrece medicina
gratuita a residentes y extranjeros sin discriminación. Como muchos de los
hospitales que conocemos, el servicio abarca la mayor cantidad de enfermedades
posibles, algunas con un grado mayor de especialización. Lo primero que resalta
al llegar es el estado de pulcritud de sus instalaciones y la amabilidad del
personal que allí trabaja.
El
Departamento de Enfermedades de Transmisión Sexual tiene una sección (varios
pisos) del edificio central al que asisten únicamente las personas que se van a
atender o que ya se han atendido y asisten a charlas o consultas. El ascensor
que llega a estos pisos es para uso exclusivo de pacientes y personal de este
servicio o lo que es lo mismo, que la
confidencialidad y privacidad del servicio está totalmente garantizada.
Cuando
llegué al piso fui atendida por una primera persona, la que al verme algo
timorata me brindó la atención que requería como recién llegada al servicio,
creándose de inmediato un vínculo de confianza con este departamento.
Una
vez recibida la orientación fui enviada amablemente al médico que me iba atender.
Allí esperé unos pocos minutos hasta que fui llamada. Ya adentro fui recibida
por la Dra. Kristofferson, la que al verme algo nerviosa intentó crear una
relación de confort.
-Senora
Luz Mary, usted ha llegado al sitio al que debió venir desde un principio. Es
aquí donde su caso será tratado de la manera en que este tipo de casos son
tratados y por personas para quienes usted no es una enfermedad, no, es una
persona que es la razón de ser de este departamento; así que tenga la confianza
de que lo que aquí suceda es problema de sólo nosotros, quienes le atenderemos.
Esas
palabras me dieron un gran alivio, pues era esta la primera vez desde que
comencé este periplo en que me sentía respetada y reconocida con la dignidad
del ser humano que soy; así que al fin pude respirar tranquila.
La
Dra. Kristofferson tenía el informe que le habían enviado desde el centro de
medicina familiar y lo conocía al dedal, únicamente le faltaba mi historia
contada por mi y el expediente de salud en Venezuela. De manera entonces que
los próximos minutos que pasé fue echándole los cuentos que ya ustedes conocen,
pasando por la cronología de médicos que me habían atendido y del resultado con
cada gestión.
La
doctora escuchó atentamente cada palabra dicha por mí. Luego tomó los exámenes
y fue revisando minuciosamente cada uno. A veces comparaba unos con otros. En
su desarrollo a veces movía la cabeza negativamente y otras de forma
afirmativa. Cuando ya no soportaba más mi ansiedad la interrumpí:
-Dígame
doctora, ¿será necesario que me haga las pruebas nuevamente?
Sin
que le quedara el menor atisbo de dudas, la Dra Kristofferson me respondió:
-No,
senora Luz Mary, no debe hacerse más exámenes porque el caso suyo es de un
falso positivo de sífilis, sin lugar a dudas. Estos resultados demuestran que,
en efecto, usted lo que, eventualmente pudiera tener es una artritis.
Ahora
sí fue verdad que me quebré. Un llanto indetenible salió desde lo más profundo
de mi alma estrellándose contra la humanidad de la doctora, a la que abracé
como si se tratara de un familiar. Por fortuna ella, una auténtica profesional
en esta área de la medicina, sabía y entendía perfectamente el motivo de mi
reacción y correspondió a ese reconfortante abrazo que le tributaba.
Pasada
la primera emoción y luego de hacer una evaluación exhaustiva de todo el
calvario que me tocó vivir a nivel físico, afectivo, emocional y psíquico, la
Dra. Kristofferson fue aún más a fondo al decirme:
-De
ahora en adelante, senora Luz Mary, a
usted nadie en Canadá está autorizado para ponerle un dedo encima ni tratar
este tipo de casos. Usted no debe asistir a ningún otro centro que no sea este,
de necesitarlo; aunque con esta consulta queda cerrado su caso y usted puede
regresar con su familia en paz.
Las
lágrimas seguían saliendo solas, pero éstas eran lágrimas de felicidad, de
satisfacción; lágrimas que ensuciaban mi rostro al descorrer el rímel, pero lavaban el corazón y liberaban mi conciencia
de culpas y auto culpas; lágrimas que me exculpaban de eventuales momentos de
quiebres y que me hacían sentir muy oronda por la épica batalla que había dado
y ganado, yo, esta india mitad guajira,
mitad pemón en las tierras norteñas, allá donde la primavera no se entera que
ha llegado y el invierno se enseñorea hasta casi darse la mano con el verano
boreal. Allá pelee esta epopeya de las civilizaciones.
Una
vez en mi casa llamé a mis hijos y continué la llorantina con ellos, bajo la promesa que nunca más debía llorar
por ese motivo, luego de escuchar un “madrecita, nunca tuvimos dudas que eso
era así”.
En
la noche, al llegar mi esposo del trabajo, destapamos no una, sino dos botellas
de vino, la cual consumimos casi sin hablar a la luz de unas pocas estrellas
que se veían en el obscuro cielo toronteño.
Pasaron
varios días de desestress y relax sin interrupción, hasta que una mañana recibo
una llamada de la secretaria del doctor de medicina familiar que originó todo
este barullo.
-Buenos,
días, senora Cedeno, la estamos llamando del consultorio del Dr. Goldstein para
solicitarle que asista a una consulta en aras de cerrar su expediente.
La
oportunidad que estaba esperando se me estaba presentando en bandeja y esta vez
no la iba a desperdiciar. Así que con los dos apellidos atravesados y con toda
la sangre indómita de mis ancestros revueltas, le respondí:
-Dígale
a su esposo, el señor Goldstein porque
ese no se puede llamar Doctor, que yo no
tengo que cerrar ningún expediente, ya que ese expediente para mi ya
está cerrado.
-Pero senora Cedeno, mi esposo …… - ahí la atajé y
no la dejé continuar.
-El esposo suyo es un coñísimo de su madre del cual no
quiero saber nada nunca más –comencé a liberar toxinas con la señora.
-Pero si él la remitió a otro médico para asegurarse
–insistió la secretaria.
-Sí, me mandó para casa del doctor Jackson qué es
amigote de él.
-Cómo? A ese fue el médico a quien la remitió -
preguntó sorprendida.
-Sí, con ese que es otro grandísimo coñe e madre –
seguí mi descarga.
-Pero, señora Cedeno ….
-Ningún
senora Cedeno, yo soy la Señora Cedeño, así pronunciado con la virgulilla
encima de la ene, para formar la eñe. En este mundo globalizado ustedes también
tienen que actualizarse, no joda!
Dicho
esto, di por cerrado ese capítulo de mi vida, hasta el día de hoy que me decidí
contarlo.
Hoy
soy la mujer que siempre fui. Aprendí mucho de esa situación pero no dejé que
me marcara. Aprendí que no es fácil salir de tu país y enfrentarte a una
cultura que se considera superior, si no estás clara en tus propios poderes y
fortalezas, en tus virtudes y en tus lealtades, esas que te corren por las
venas, en ese ADN en el que se concentra lo mejor de nuestros antepasados. Si
no hubiera sido por ellos, hubiese estado de vuelta a mi país antes de empezar
la lucha. Fueron ellos los que me sacaron de apuros”.